ERA LIBERAL
1850-1885
Angela María Guerra Súa
José Hilario López |
A partir de 1849, con la llegada del general José Hilario López al poder, el partido liberal buscó dirigir el destino de la nación hacía el camino de la “modernidad” y del “progreso”, lo cual obligaba a dejar a la Iglesia lejos del poder. El partido liberal triunfó en 1849, e intentó modificar las relaciones Iglesia-Estado, para reducir el campo de acción del poder religioso en el político, por considerarlo un obstáculo para el progreso del país. Los liberales pensaban que la religión debía mantenerse al margen del gobierno, pues cada poder debía regir su destino de manera independiente. Dicho programa liberal suscitó un conflicto entre el mundo tradicional, identificado por los sectores religiosos, y el moderno, impulsado por los liberales. No obstante, la separación entre la Iglesia y el Estado fue la primera medida que adoptó dicho gobierno, dando fin al patronato, que había sido un pacto sellado entre la corona española y el papado.
Libertad de los esclavos |
El liberalismo no sólo se encontró en conflictos con los conservadores por sus ideas divergentes, también se crearon tensiones dentro del mismo partido: en el momento en el que los liberales fortalecían su hegemonía, estaban sufriendo un proceso de división en dos grupos que se denominaron gólgotas y draconianos. Los primeros eran partidarios del laissez-faire o medidas de libre cambio, mientras que los segundos abogaban por las medidas proteccionistas.
Dentro del mismo partido liberal surgió un grupo que propiciaba modificaciones de fondo. Este grupo tomó el nombre de radical, porque pretendía llevar los cambios hasta la misma raíz; defendía la libertad del hombre como el mayor privilegio y el ideal “laisseferista” que favorecía los intereses de los comerciantes, quienes deseaban deshacerse de las antiguas instituciones fiscales: estancos del tabaco, monopolios, proteccionismo aduanero, diezmos, etc. Estas eran medidas esenciales para lanzar al país al mercado internacional y una forma de borrar las huellas del pasado colonial porque cambiaban el sistema de recaudo de rentas para el Estado (hasta la mitad del siglo XIX, la fuente principal de ingresos del gobierno central eran las rentas estancadas y los derechos de importación y por su parte la institución eclesiástica recibía ingresos por concepto del diezmo).
Estas nuevas medidas produjeron cambios en los hábitos de consumo de las clases dominantes, que resultaron ser un duro golpe para los artesanos, quiénes, debido a las medidas de liberación de la importación, se vieron afectados por el ingreso de calzado, textiles, muebles y vestidos extranjeros. Puede observarse que las transformaciones iniciadas a mediados del siglo XIX no fueron necesariamente convenientes para todos los grupos sociales y, por esta razón, surgieron agrupaciones que se ubicaban con los distintos partidos en formación, las cuales buscaban luchar por sus intereses. Se encontraban las sociedades democráticas, las religiosas, o de pequeña tertulia que publicaban en periódicos de corta duración sus ideales. Los debates sobre la lucha de intereses no se dieron necesariamente en un sentido pacífico, pues muchas veces se desencadenaron por la vía de la violencia.
Golpe de Estado del General José María Melo.
Escrito por:
Angela María Guerra Súa
José María Melo |
Una vez en el poder, Melo cambió la política: los gobernadores serían nombrados y no elegidos; la religión católica volvería a ser la religión del Estado y un ejército más grande disfrutaría del fuero militar. Esta toma del poder suscitó la reacción de los líderes de los partidos liberal y conservador, encabezados, por parte de los liberales por el vicepresidente José de Obaldía y el general Tomás Herrera, y entre los conservadores, por los generales Tomás Cipriano de Mosquera y Pedro Alcántara Herrán. Liberales y Conservadores se aliaron como “constitucionalistas” para derrotar a Melo. No obstante, pasaron 8 meses antes de derrocar al dictador debido a una pérdida significativa del general Herrera en Zipaquirá y porque Melo contaba con un fuerte apoyo en el Cauca y en la Costa Caribe, así como en Antioquia y en el Socorro. Al cabo de 8 meses, en diciembre de 1854, dieron por concluida la dictadura de Melo y José de Obaldía asumió el poder. El Diario de Soledad Acosta narra con detalle estos 8 meses del golpe y en su narración se entrecruzaron los diversos sentimientos experimentados.
Confederación Granadina |
Estados Unidos de Colombia |
La lectura de este aparte suscita la pregunta sobre el papel de la mujer en el escenario político de la época. Como se vio, los líderes políticos eran siempre hombres, quienes eventualmente en sus hogares eran cuestionados por sus mujeres o aconsejados por ellas, pero lo que se evidencia en este texto es que la esfera de lo público era el espacio concreto de los hombres y lo privado el de las mujeres; ambas esferas se relacionaban entre sí, pero a cada cual le correspondía un lugar específico en la sociedad.
Breves notas sobre la educación en el período liberal (1850-1870)
Escrito por: Angela María Guerra Súa
Ya se ha visto cuáles fueron las ideas liberales que se extendieron a lo largo del país. Ahora es preciso revisar cómo era la educación para hombres y mujeres durante el período estudiado. A través del estudio de la educación, se realizará, poco a poco, un acercamiento al mundo cultural en el que participaban autores, textos y lectores; al mundo literario que sólo llegaba a aquellos(as) que poseían un mejor nivel de educación y se entenderá cómo la literatura de la época, su escritura, era una forma de práctica y de participación social.
Colegio mayor del Rosario |
Desde los inicios de la república los ideales de educación variaban de acuerdo al género. También la filiación política influyó en el tipo de educación que se deseaba. Es así como a los hombres se les instruía para ser constructores de la Nueva República y a las mujeres para velar por las buenas costumbres y mantener las virtudes cristianas en el núcleo familiar.
Como se vio en el apartado anterior, los años posteriores a 1850 la élite intelectual promovió cambios sociales, políticos y económicos que influyeron en la educación. Poco a poco floreció la prensa bogotana en la que se tradujeron libros de economistas y pensadores liberales ingleses y franceses. Al desear combatir la influencia que ejercía la iglesia sobre la sociedad, la educación para los hombres empezó a cambiar y era menester “sustituir la iglesia por la escuela y el cura por el maestro”. Para lograr este objetivo, desde el año de 1870, luego de la Reforma Educativa, se impuso el método pestalozziano que instruía a sus alumnos a través de la observación y el conocimiento empírico, reemplazando así el anterior método basado en la memoria y en la fe.
Los liberales se interesaron particularmente por el desarrollo de la educación primaria pública, movimiento que inició en el Estado de Santander con el impulso del Director de Instrucción Pública, Dámaso Zapata. quien se preocupó por establecer un censo de escuelas, se interesó por aumentar la asistencia a clases e instauró un sistema de inspección escolar. Su esfuerzo se concentró en hacer que los docentes conocieran la pedagogía alemana de Pestalozzi y Froebel. Pese al carácter federalista del sistema político, el país desarrolló en dicha época una estructura educativa centralizada y unificada. No obstante, mientras los conservadores deseaban formar hombres de valores católicos, los liberales deseaban formar buenos ciudadanos que encontraran un camino a través de la ciencia y el uso de la razón. Estas diferencias produjeron fuertes conflictos políticos a nivel nacional, generando una gran inestabilidad.
Sin embargo, es preciso mencionar que la progresiva secularización no ahondó en las mentalidades de los habitantes. Así, la fuerza católica se mantuvo en las festividades, en las costumbres y en los ritos. Igualmente, la ley de 1870 no rompió con la Iglesia porque dejaba en su programa escolar algunas horas de instrucción religiosa impartida por los curas y les daba a estos últimos el derecho de velar por el contenido moral de la enseñanza, aunque se establecía la neutralidad del Estado en lo concerniente a la religión.
Poco a poco la educación se encargó de construir un canón de uso y de determinadas formas de lenguaje a partir de las cuales se deseaba consolidar una cultura. Así, ambos partidos políticos vieron en la educación un instrumento para orientar a la juventud hacia sus respectivas ideologías. Se creo la Universidad bajo el principio de que la ciencia y la educación estaban por encima de las luchas partidistas. Para ese entonces, la educación fue pensada como principio liberal de igualdad entre los individuos.
Colegio mayor de San Bartolomé |
Así mismo, menciona Magnolia Aristizábal, que además de las profesiones enumeradas, en el colegio de San Bartolomé también se dictaban seis cursos de ciencias políticas y judiciales. Se dictaba gramática castellana y latina, inglés y francés, geografía y datos estadísticos, dibujo lineal y topográfico. También les enseñaban aritmética elemental, teneduría de libros, urbanidad, moral y religión. Así, la educación impartida estaba dedicada a formar los hombres que regirían el porvenir de la nación.
Educación femenina |
En este marco, Rufino Cuervo, de ideas conservadoras, y promotor de la creación del Colegio femenino de La Merced, señaló en 1832:
“(...) No sea inútil, exponer a usted la necesidad de que sean educadas las mujeres: ellas tienen la principal parte en las buenas o malas costumbres de la República, porque encargadas de la crianza de los hombres, les inspiran las primeras ideas que marcada influencia tienen en el porvenir de la vida. La mujer prudente, aplicada y piadosa es el alma aún de las mayores casas, pone en orden la economía, arregla los espíritus y fortifica la salud de la familia[3]”
Mujer leyendo |
Por otra parte, la educación abrió el espacio al aprendizaje de la lectura. Aprender a leer, entonces, se convirtió en el inicio de una larga selección de lecturas, la mayoría de veces impuesta, que dependía de la forma como era establecido en los textos educativos, en la prensa, los sermones y demás. La práctica de la lectura era señalada a partir de una censura explícita que quizá pudo dividir a la sociedad entre los que leían unas obras, los que no podían, querían o simplemente debían leerlas.
Panorama urbano: Bogotá decimonónica
Escrito por: Angela María Guerra Súa
Bogotá siglo XIX |
Ahora bien, la ciudad, como espacio urbano, se formó tras un largo proceso. Durante la época de las sociedades prehispánicas, diversos grupos humanos desarrollaron formas propias de organización espacial. No obstante, esas formas cambiaron con la llegada de la Conquista al introducir la lógica de ciudad europea: La ciudad se volvió el escenario donde se representaba el poder, para lo cual su espacio se estructuró a partir de un orden determinado, con ángulos rectos, aguas canalizadas, plazas, fuentes, etc. La sucesión de estos hechos durante el siglo XIX es narrada de manera dinámica por numerosos viajeros.
Al iniciar el siglo XIX, e incluso al obtener la independencia, Bogotá mantuvo su antiguo ritmo de ordenamiento colonial (área poblada), pero poco a poco fue incorporando nuevas herramientas materiales, permitiéndole a sus habitantes obtener mayor bienestar (incorporación de servicios públicos, carreteras y casas). Según Germán Mejía, el tiempo transcurrido entre 1820 y 1910 fue un período de transición que se alejó de aquel sistema social colonial y empezó a construir un nuevo orden capitalista y burgués.
Bogotá S. XIX |
Bogotá ocupó siempre el puesto de capital de la República, así como de las provincias o departamentos en que se dividió el país. No obstante, la ciudad fue separada del resto del territorio al establecerla, primero, como Distrito Federal en el momento de la dictadura de Mosquera (1861) y, luego, como Distrito Capital bajo el gobierno de Reyes. Aislada y de pequeñas dimensiones, su área poblada abarcaba el territorio que se “extiende entre las actuales calles 3ª a 24, de Sur a Norte y de la Cra 2ª a la 13, de Oriente a Occidente”.
Plaza Mayor Bogotá |
vendedor carne |
En el centro de Bogotá y corazón de la ciudad estaba la Plaza de la Constitución, llamada así desde la independencia, pero conocida en la colonia como Plaza Mayor y desde 1846 titulada Plaza de Bolívar, puesto que en su centro fue erigida la estatua del Libertador. Más que un lugar amplio, la Plaza de Bolívar, era un punto de encuentro entre los habitantes de la ciudad. Allí, por ejemplo, se reunían los indígenas, vendedores en el mercado, y las demás clases sociales que compraban los diferentes artículos de venta. Era el lugar privilegiado para el desarrollo de un flujo de mercancías, gente, labores y eventos, por lo tanto, era un espacio relevante y simbólico dentro del comportamiento y cotidianidad de la ciudad. Hacia el norte, se encontraba la Plaza de San Diego, cuyo antiguo convento se utilizó como manicomio cuando se desamortizaron los bienes de la Iglesia y muchos de los conventos pasaron a ser de carácter público o privado. No era raro encontrar desde la colonia este tipo de habitantes; mendigos y locos habitaron por mucho tiempo las calles de la ciudad[4]. Estos personajes fueron siempre atendidos, ya fuera por la Iglesia o, años más tarde de la Independencia, por lugares o refugios para este tipo de personas. Las mujeres participaban en estas actividades sociales, pues ejercían labores de caridad.
Tranvia 1884 |
1.1.Crecimiento urbano y organización espacial
La llegada del año de 1850 produjo cambios y transformaciones en el devenir de la ciudad, pues, a nivel habitacional la ciudad empezó a sufrir una notable transformación. Al iniciar el siglo XIX, las viviendas de uno o dos pisos conformaban el 74%, es decir, había 1.411 casas. Así mismo, las tiendas de habitación conformaron el 23% (436 habitaciones), y las casas pajizas sólo el 3% (56 viviendas). El flujo migratorio no inició una ampliación de las zonas habitables de la ciudad, sino que produjo una división de aquellas ya existentes. De esta forma, las casas de dos pisos se subdividieron para dar lugar a un mayor número de tiendas de habitación, las cuales llegaron a ser tan numerosas hacia 1863 como las casas. Este hecho fue el que provocó que ricos y pobres vivieran juntos. En muchas de las casas de dos pisos del centro de la ciudad, el piso bajo era arrendado a los pobres, los cuales poseían cuartos de habitación sin acceso al patio de la casa.
Los viajeros se sorprendían al ver que en estas casas, las personas de la planta baja no tenían ningún acceso a los servicios y sufrían de la humedad permanente de la casa, así como de la estrechez de sus espacios. Holton describe la escena así:
“ (…) Y dónde está la puerta para entrar al patio? Naturalmente que no hay puerta ni tiene derecho a tenerla. ¡Bonita casa sería esta si una guaricha, por el solo hecho de haber arrendado este miserable cuartucho, tuviera derecho a pasearse por el patio! Entonces, ¿qué puede hacer, a dónde puede ir? Porque ni en sueños existe ninguna clase de comodidad moderna, ni siquiera alcantarillado. Fuera de sus dos cuartitos apenas tiene libertad para ir a las calles, a los lotes vacíos y a la orilla del río”[5]
Calle Real. Bogotá. Siglo XIX |
1.2.Espacios públicos y privados.
Bogotá no poseía grandes construcciones, razón por la cual los viajeros la describen con unas calles angostas por cuyos andenes apenas alcanzaban a cruzarse dos personas. Al descender del andén los transeúntes se encontraban con los fuertes declives de las calles que se llenaban del agua lluvia al punto de invadir la vía en todo su ancho, impidiendo el paso por ellas. Las calles de la ciudad eran rectas, estrechas y, ante la ausencia de alcantarillado, poseían un caño cuyo fin era conducir hacia los ríos la basura, al igual que las aguas lluvias y negras. En palabras de Rosa Carnegie Williams, en épocas de lluvias (Octubre), las aguas torrenciales “colman las zanjas y las tuberías que desaguan en las calles en todas las direcciones. En ciertos casos, tales desagues son raudos y espumosos”[8]
No existían muchos sitios sociales en la ciudad, a excepción de las plazas y el altozano de la Cátedral. Las personas de clase baja se reunían en las llamadas chicherías del centro, mientras que las personas de clase alta invadían los espacios de ventas, los almacenes y boticas para hacer sus tertulias. Para el mundo cultural y literario de la época, la ciudad disponía de imprentas: existía la Imprenta de Pizano y Pérez, donde se realizaba la impresión de la Biblioteca de las Señoritas. También existía la imprenta de Echeverría Hermanos, la de Marcelo Espinosa, la de Francisco Torres Amaya, la de Nicolás Gómez, la de Ovalle y Compañía y la imprenta de la Nación. Estas fueron en aumento al pasar de los años. En 1862 había ocho a diez imprentas y en 1867 ya estaban en funcionamiento once imprentas.
Campaña contra la Chicha por parte de la Empresa Bavaria |
Plaza Mayor de Bogotá. 1858 |
1.3.Vida Cotidiana
Mujeres siglo XIX |
Tranquila y apacible era la vida entre las(os) bogotanas(os) de élite. Esta elite no era un grupo homogéneo. Por lo general, aquellas personas que hacían parte de dicho grupo no eran los herederos de grandes fortunas ni poseían títulos nobiliarios. Los descendientes de la aristocracia de la república, aunque conformaron un grupo de poder, vieron en el matrimonio las conveniencias para mantenerse dentro del grupo de elite. Así, mediante la unión matrimonial con mujeres eventualmente pertenecientes a una clase inferior, pero ricas, o la participación en la burocracia del estado o en los negocios, se constituyó un nuevo grupo que gobernó los intereses de la nación. A dicha clase pertenecían los altos funcionarios de la política, así como aquellos que vivían de las llamadas profesiones liberales, como médicos, profesores, etc. Eran, así mismo, aquellos que provenían de una tradición familiar de clase alta y que lucharon por mantener dicha posición a través del poder político o grandes negocios. Estas personas poseían un nivel educativo alto en relación a los demás sectores, así como unos delicados gustos literarios, normas prescritas de conducta, y relaciones sociales con su misma clase. Al finalizar el siglo XIX, dicha aristocracia provino también de otras regiones donde los productos y la minería habían generado riquezas, y se conformaron los grupos de banqueros, empresarios, negociantes y profesionales.
Algunos de estos hombres y mujeres de elite asistían a misa todos los días; otros, por ser librepensadores no lo hacían. Los hombres desayunaban en casa y salían a desenvolverse en sus negocios y actividades ubicados frecuentemente en la Calle Real. Entre las 12 y la 1pm regresaban a sus casas a almorzar; una vez hecho este acto, descansaban y dormían la siesta que duraba entre una y tres horas. Más tarde volvían a sus labores y durante el ocaso se paseaban por el atrio de la catedral y por la Alameda. De nuevo en casa se tomaba “el refresco” que consistía en “una taza de chocolate con un pedazo de pan o de ponqué, dulce y agua fría servida en una copa de plata”[9] y más tarde cenaban. Las mujeres de élite, por su parte, madrugaban para ir a los templos, iban en grupos y era el momento en el que respiraban un aire distinto al de sus casas, característica que Cordovez Moure describe así: “Esto viene a ser como la válvula de seguridad para que no se les pudran en el cuerpo los millones de pensamientos que aglomeran durante el tiempo que permanecen aparentemente silenciosas, y no hagan explosión como caldera que encierra más vapor del que puede contener”[10].
Comedor. Siglo XIX |
La sociedad había determinado ciertos roles y responsabilidades para ellas: el hogar y los hijos. Así, mientras los hombres salían, las mujeres de elite permanecían en casa cumpliendo sus distintas labores como amas de casa o simplemente recibiendo visitas; ellas dedicaban sus mañanas a asistir a las misas, a la direccion del servicio doméstico, al arreglo de la casa y la preparación del almuerzo. Sus tardes las dedicaban al bordado, la costura y al cuidado de los niños. No podían salir solas de casa, al respecto Soledad Acosta Kemble dice en su diario: “Estuvimos hablando con Elisa sobre lo que habíamos convenido el otro día, que ella y yo buscaríamos novio para que nos acompañaran en un viaje que habíamos proyectado el otro día (en burla por supuesto) porque sin hombres no podíamos ir.”[11] Privada de la posibilidad de salir, ella pasaba algunas horas de la tarde sentada en la ventana o en el balcón, cultivaba de este modo el lenguaje visual con aquellos que transitaban por su lado.
La vida en pareja era un deseo que compartían hombres y mujeres. Pero los noviazgos eran muchas veces cortos y en cierta medida, distantes, pues, ante la imposibilidad de la presencia de las mujeres de élite en el espacio exterior, ellas entablaban sus relaciones a través de cartas que enviaban con sirvientas o por correo si su novio estaba en la distancia, iniciando así un lenguaje de amor plasmado en papel. Así lo narra Soledad en su propio diario:
“9 de febrero de 1854
(...)¡Si conociéndolo tan poco lo amo tanto, cómo será cuándo lo haya visto a mis pies seis meses! ¡Escribió pidiendo mi mano!.. Y qué agitación, qué locura se apoderó de mis sentidos.. ¡Me encerré en mi cuarto y en dos horas de meditación profunda no pude resolverme a decirle el no fatal! Me levanté decidida a conocerlo más, ¡y yo sé que verlo siempre es para amarlo más!(...)”[12]
La cordialidad expresada en cartas muchas veces pudo haberse visto rota en la vida marital, donde realmente se conocían mutuamente. La vida de matrimonio era muy importante para las mujeres del siglo XIX, porque allí podían establecer su rol como mujer, como madre, esposa y maestra de sus hijos. Sin embargo, muchas mujeres también lograron trascender los muros de sus hogares a través de la realización de obras de caridad. Así, muchas trabajaron en la promoción y colaboración para la fundación de hospitales, orfanatos y manicomios, actividades para las cuales debían contar con la autorización del padre o esposo.
La diferencia de actividades cotidianas no sólo estaba marcada por el género, sino también por la clase. Las mujeres pobres, a diferencia de las mujeres de élite, no permanecían en sus hogares, pues, tenían necesidades económicas que atender y por eso trabajaban como sirvientas en otras casas o como lavanderas, aguadoras, carboneras o prostitutas. Los hábitos de las mujeres pobres no eran tan estrictos como los de las mujeres de élite, a ellas sí se les veía caminar solas por las calles de la ciudad.
Baile. Siglo XIX |
La cotidianidad era interrumpida por fiestas de índole religioso y privado. La institución religiosa prevaleció en el país desde la colonización española, permitiendo que las mentes y corazones de las personas se nutrieran de las doctrinas y valores católicos. Esta institución católica era la directora de conciencia de la gente, y marcaba el ritmo cotidiano de los habitantes; la religión obligó a los habitantes de la ciudad a cumplir con sus preceptos, para quienes lo importante era conseguir la salvación eterna y no tanto ser un ciudadano ejemplar.
En este sentido, la religión católica creó aquellos modelos entre lo que estaba bien y lo que estaba mal, según lo había establecido Dios. Tan fuerte era el poder que tenía la Iglesia en el país y en la ciudad, que el sonido de las campanas de ésta determinaba el ritmo cotidiano de los bogotanos. La capital se caracterizó así por ser una ciudad de iglesias, como la describe Holton: “Bogotá es sobre todo una ciudad de iglesias; con una población de 29.649 habitantes no tiene menos de 30 iglesias mientras que Paris con un millón de almas tiene solamente 50”[13]. El fuerte dominio religioso, tanto en la urbe como en la vida cotidiana de los habitantes, hacía que el grupo de clérigos, religiosos y religiosas fuera muy importante dentro del contexto capitalino; ellos ejercian un control directo sobre los habitantes.
Catedral Mayor. Bogotá. Siglo XIX |
[1] Esta ley fue expedida en el gobierno de Mosquera (1845-1849), pero desde el 1º de enero de 1850 se decretó que en toda la república sería libre el cultivo del tabaco. MEJIA, Lazaro, Op. Cit. P, 50.
[2] SALCEDO, Dalín, (2002)“Familia, matrimonio y mujer: El discurso de la Iglesia católica en Barranquilla (1863-1930)”, En: Revista Historia Crítica, No 23, Enero-Junio, Bogotá: Universidad de los Andes, P, 39.
[3] Citado por: ACUÑA DE MORENO, Julia Isabel, (1989). Albores de la educación femenina en la Nueva Granada, colegio Departamental de la Merced, Bogotá, Editorial Mineducación, Pp, 6-7. La autora no especifica el lugar donde se encuentra la cita mencionada.
[4] El único grupo que fue excluido de la sociedad era el de los leprosos, ya que existía un temor infundado por la propagación y desconocimiento de esta enfermedad. Es por esta razón que las autoridades intentaron alejarlos de la urbe, pues el miedo hacia ellos era enorme. MEJÍA, Germán, Op. Cit. P, 278.
[6] ALZATE, Carolina, Diario íntimo y otros escritos Op. Cit. P, 19.
[7] CARNEGIE-WILLIAMS, Rosa, Op. Cit. Pp, 53-54.
[8] CARNEGIE-WILLIAMS, Rosa, Op. Cit. P, 56.
[9] HOLTON, Isaac, Op. Cit. P, 148.
[10] CORDOVEZ MOURE, José María, (1997). Reminiscencias de Santafé y Bogotá, Bogotá. Gerardo Rivas Moreno Editor, 1997, P, 149.
[11] ALZATE, Carolina, (2004), Op. Cit, P, 58.
[13] HOLTON, Isaac, Op. Cit. P, 194.
EL IDEAL FEMENINO
Escrito por: Angela María Guerra Súa
En el presente artículo se hace un análisis sobre las ideas que circulaban acerca de los valores femeninos y el llamado “ideal femenino” del siglo XIX. Este análisis permitirá entender qué se esperaba de las mujeres.
1. “El ideal femenino” de la elite Neogranadina en la mitad del siglo XIX
Para el desarrollo de este apartado se usarán diversas fuentes que permitirán entender lo que la sociedad decimonónica esperaba de las mujeres. Las palabras de Soledad Acosta de Samper serán fundamentales para entender los discursos que circulaban en la capital sobre el ideal femenino expresado por las mujeres de élite. También serán de utilidad las palabras de un personaje político a nivel nacional: el presidente conservador Mariano Ospina Rodríguez. Finalmente, para tener una noción sobre lo que se les enseñaba a las mujeres de la época, se ha tomado un cuaderno de dictado de una estudiante de 1895 llamada Susana Uribe[1] y un libro de devoción católica. A través de estos escritos podremos reconocer los ideales femeninos que la sociedad se esforzaba por mantener y cultivar.
En el siglo XIX los roles que debían desempeñar las mujeres y los hombres estaban fuertemente diferenciados; la sociedad se encargaba de hacer respetar las actitudes que esperaba de cada uno de ellos:
“Para el hombre el ruido y las espinas de la gloria; para la mujer las rosas y el sosiego del hogar; para él, el humo de la pólvora; para ella, el sahumerio de alhucema. Él destroza, ella conserva; él aja, ella limpia; él maldice, ella bendice; él reniega, ella ora”[2]
Estas diferencias muestran la manera como las mujeres y los hombres fueron construidos y posicionados socialmente durante el siglo XIX, lo cual recuerda la importancia que tiene el acercamiento al período de estudio a través de la categoría de “género”. Al respecto, Joan Scott reflexionó acerca de la importancia de incluir la categoría de ‘género’ para estudiar la manera como las representaciones de feminidad y masculinidad estructuran el poder institucional. Así, desde los ochentas, algunos(as) historiadores(as) norteamericanos(as) empezaron a utilizar en sus trabajos el término ‘género’, y otras teorías feministas, para referirse a las diferencias en la vida cotidiana de los hombres y de las mujeres.
Las relaciones de género están en todas partes, ellas atraviesan nuestras acciones cotidianas. Según M. Molineux, se trata de una categoría fundamental de la organización social, y es el medio en el que se estructuran las relaciones sociales y las desigualdades. Joann Scott plantea que la categoría de ‘género’ expone las relaciones sociales entre los sexos femenino y masculino, a través de la cual se pretende entender las ‘construcciones culturales’ que ha desarrollado la sociedad sobre los roles para las mujeres y los hombres. Género es, entonces, una categoría social impuesta en un cuerpo sexuado.
Las relaciones de poder y género son inseparables; la política y el género están íntimamente relacionadas[3]. Las personas han comprendido, interpretado y justificado las relaciones de autoridad en la sociedad a partir de sus relaciones de autoridad en el hogar. Así las cosas, el Estado opera dentro de sociedades marcadas por divisiones de clase y raza y también dentro de las sociedades estructuradas por las relaciones de género.
1.1.Valores católicos
Pese a que se promulgaron ideas liberales en cuanto a la aprobación del matrimonio civil y el divorcio desde el año de 1853, muchos de los personajes que defendían en público estas reformas, llegaban a sus hogares a prohibirles severamente a sus hijas el contraer una unión que no fuera católica. Así, en el período liberal la Iglesia logró la catolización que no había logrado durante el virreinato.[4] El discurso que dominó en la segunda mitad del siglo XIX fue el de proteger y amparar la constitución de familias nucleares que, bajo la vigilancia de la institución católica, garantizaran la presencia de sanas costumbres.
Existía un carácter disciplinario y controlador en la vida de las mujeres de elite tanto por parte de la familia, como de la Iglesia católica. Esta institución tenía gran éxito a través de su autoridad en los colegios; poseía gran fuerza en las costumbres de la sociedad que mantenía prácticas religiosas constantes en la vida cotidiana, las cuales actuaban de manera persistente en la conciencia de las personas y mucho más en las alumnas en proceso de formación.
El modelo católico implantado en la educación y en los imaginarios sociales produjo un ideal del ser femenino y cualquier violación a este modelo ocasionaba un desequilibrio social. Las mujeres eran fuertemente controladas y vigiladas por la institución católica para conservar los valores tradicionales de la nación. Los deberes religiosos que debían seguir las alumnas fueron establecidos en reglamentos y manuales; pero también en el interior de las mismas instituciones educativas se ejercía una fuerte vigilancia, disciplina y control para hacerlos cumplir. Existía en la educación de las mujeres una clara intención de mantener una implacable moral de carácter disciplinario, correctivo y punitivo. Se hacían fuertes referencias al pudor, la compostura, la modestia, la virtud y la sumisión; si esto no se obedecía, se aplicaban una serie de castigos que se establecían de manera gradual: regaño en la clase, reprensión en la comunidad, prohibición de salir a los descansos, de salir los días festivos o de paseo, aviso de las faltas a la Gobernación y expulsión del colegio. Todas estas eran medidas de “disciplinamiento” de las mujeres , y se hacía por medio de la educación católica.
La sociedad decimonónica manejaba fuertes métodos de control social, los cuales se veían reflejados en el Estado, en las costumbres y moral, en la familia y en la misma intimidad. La Iglesia jugaba un papel muy importante dentro de la sociedad del siglo XIX puesto que era la que determinaba los valores y la moral, y ante cualquier violación la sociedad entera juzgaba, murmuraba o degradaba al miembro recalcitrante. Era en este marco, que la mujer tenía la responsabilidad social de inculcar los valores que la Iglesia determinaba.
Desde el plano literario, algunas obras costumbristas permiten acercarse al ‘deber ser’ de la elite femenina bogotana. Al respecto, José María Vergara y Vergara, quien formaba parte del sector social de la clase dirigente, es una de las fuentes más importantes para este tipo de análisis. Él representa el ideal de aquel sector conservador y moralista del siglo decimonónico que amaba al país, la religión, la familia y que ante los nuevos modelos de vida de la mitad del siglo sólo podía añorar las épocas pasadas en las que los valores eran mucho más vigilados.[5] De esta forma, el autor, en Consejos a una niña (carta escrita a Elvira Silva Gómez), le aconseja a la menor que cuando crezca haga “bueno y casto su pensamiento; debe llenarlo de piedad y de dulzura, ofrecerlo en tributo y sacrificio incesante a Dios”[6]. Para el autor, “la mujer tiene una misión propia de su delicadeza, de su sensibilidad y de su pudor. Su misión consiste en aceptar y seguir el bien y rechazar el mal”[7]. Estas palabras de José Maria Vergara y Vergara permiten identificar el tipo de relaciones sociales que se tejían en dicho momento. Aquí se empieza a revelar cómo la sociedad decimonónica creó unas construcciones culturales sobre los roles para las mujeres y los hombres.
La introducción de manuales de urbanidad y libros de devoción católica sólo ayudaron a fortalecer este tipo de pensamiento. Para el año 1882 se imprimió en Paris un libro en español sobre “Los deberes de la mujer católica: en que se expone la misión de la mujer en sus diversas condiciones de hija, esposa y madre”[8], que circuló a través de la colección de la Biblioteca de la Mujer. Escrito por una mujer llamada Livia Bianchetti, es una traducción al español, cuyas palabras permiten entender cuáles eran los discursos católicos que predominaban en la época, y sobre todo, sirven como fuente de lo que leían las mujeres de elite santafereña en la segunda mitad del siglo XIX. Como se estableció, la educación (en este caso dada a través de manuales) ayudó a reforzar las representaciones simbólicas que se tenían sobre la mujer, en una sociedad, de carácter cristiano, en la que se evocaban los ideales sobre la mujer “pura”, piadosa, y buena.
Dentro de los valores católicos, y según el libro de Bianchetti, la mujer tenía el papel de “Ayudar á la Iglesia en su eterno trabajo de la salvación de las almas, mediante la propagación de la fe y de la moral católica”[9]. Era, entonces, responsabilidad de la mujer mantener los valores y costumbres de la época a nivel religioso. La fe era la principal virtud que debía resplandecer en cualquier mujer católica. El deber ser de la mujer católica se infundía desde la niñez, desde el hogar hasta el final de sus días. Desde pequeñas ellas debían “conservar la familia en las ideas cristianas, hacer á la familia cristiana”[10], ellas estaban destinadas a “mantener en el santuario del hogar el fuego sagrado de la fe y de la virtud, ó encenderlo de nuevo, si hubiese sido apagado por el soplo maléfico del error y del vicio.”[11]
El libro de Bianchetti promulga que la mujer debía ser sumisa, obediente, respetuosa, dulce y piadosa. Al contraer matrimonio, la mujer adquiría mayores deberes que la hija católica; ella debía ganarse el afecto de su marido y estimularlo para que se mantuviera en el bien, en caso de encontrarse desviado. Para Bianchetti, la mujer debía ser muy dócil y someterse a los deseos y voluntades del esposo.[12] Al respecto, en una carta de consejos dirigida a su hija a la víspera de su matrimonio, el político conservador Mariano Ospina Rodríguez escribe lo siguiente:
“De hoy en adelante, la primera persona para usted, la más interesante, el objeto primero de todas sus atenciones, de todos sus cuidados, de todas sus inquietudes, es su marido. Padres, hermanos, parientes, amigos, todos descienden al segundo y tercero lugar, (...) Una de las primeras atenciones de usted será estudiar las inclinaciones, los hábitos y los gustos de su esposo, para no contrariarlos. No pretenda usted imponer su voluntad; ni siquiera el sacrificio de aquellos hábitos y gustos, por insignificantes que parezcan; por el contrario, haga usted de manera que él pueda seguirlos sin estorbo. Frecuentemente sucederá que hay entre los dos hábitos y gustos opuestos: no vacile usted un instante en sacrificar los suyos propios; anticípese siempre a hacerlo(...)”[13]
Lo anterior reafirma, una vez más, los ideales femeninos del siglo XIX. La mujer debía construirse sobre la base de la pureza y la nobleza. Se le inculcaba la necesidad de sacrificar sus propios deseos por los de los demás, en especial los de su esposo. ¿Qué sentían ellas ante esas imposiciones sociales? ¿Cómo recibían ellas estos discursos?
En el libro de Bianchetti hay un llamado sobre el control de las emociones, mente y cuerpo. En el mismo sentido Soledad Acosta de Samper, hace también dichos llamados: “...aprender á enfrenar los sentimientos demasiado exagerados, no dejarse llevar por la cólera, el mal humor, una alegría ruidosa, un dolor excesivo delante de la gente extraña, es preciso tener el pudor de sus emociones las cuales, no porque encubran serán menos sinceras.”[14] Por su parte, Mariano Ospina menciona que “…La mujer prudente, que sabe dominarse, tiene armas mucho más poderosas y seguras. Un hombre enojado puede irrespetar y ofender a una mujer airada que lo reconviene y denuesta; y queda desconcertado y rendido delante de la dulzura(..)”[15]
Estas palabras de Soledad Acosta y de Mariano Ospina permiten identificar cómo la sociedad decimonónica fue apropiándose de las representaciones simbólicas que se hacían de cada género al punto de convertirlo en una norma o un ideal. ¿Qué podía pasar con la mujer que no cumpliera estos preceptos? Posiblemente era juzgada o mal vista. Es importante mencionar que el honor en este tipo de sociedades juega un papel muy importante. Para cada género este valor tenía un significado diferente: en los hombres, según lo leído en el diario de Soledad Acosta, el honor se mantenía en relación con su patriotismo (por eso participaban activamente en las guerras civiles y en la construcción de leyes). En las mujeres, por el contrario, el honor se mantenía a través del cuidado de su imágen, al mantener una actitud moderada, cauta, reservada y recatada. La pérdida del honor era un temor recurrente entre las personas de aquella época, porque generaba el rechazo y repudio de su sociedad[16]. Como se vio, los consejos dados a las mujeres giraban en torno al control de sus emociones, ellas debían verse siempre como personas dulces y calmadas.
El libro de Bianchetti hace alusión a la importancia que tienen los valores católicos en la felicidad de las mujeres y en su devenir. Lo mismo opina Mariano Ospina quien le aconseja a su hija que:
“La felicidad depende, en primer lugar de la práctica sincera y constante de estas virtudes modestas, pudiera decirse oscuras, que Cristo enseñó con su palabra y con su ejemplo: la humildad, la paciencia, la resignación, la abnegación; y en segundo lugar, de la bienandanza de nuestras relaciones domésticas, que dependen de esas mismas virtudes, y de la prudencia y de la discresión, que también son virtudes cristianas. Así, la práctica sincera del cristianismo no solamente conduce a la bienaventuranza eterna, sino que es el único camino que lleva a la felicidad temporal”[17]
Dentro de estos valores católicos se encuentran la humildad, la paciencia, la resignación, la abnegación, la bondad, la dulzura, etc. Dentro de las cinco cátedras que se le dictaban a las niñas en los colegios, estaban: “moral, religión y urbanidad”. Con el propósito de realizar una aproximación más detallada a este tipo de cátedras se recurrió a un “Cuaderno de Instrucciones’ de una estudiante de 1895 llamada Susana Uribe[18].
El cuaderno de dictados de Susana Uribe permite entender cuales eran las referencias al cuidado de la imagen femenina. La educación inculcó representaciones simbólicas de lo que debía ser la feminidad para dicha época. La dulzura era uno de los elementos básicos dentro de la construcción de la mujer. A su vez, al decir que se debe ser dulce “cuando nos vemos en la necesidad de contradecir (lo que nunca se debe hacer con los superiores)” muestra un tipo de disciplinamiento, una jerarquía y un control en la sociedad.
Se entiende que la mujer ideal está relacionada con la pureza, la nobleza, delicadeza y devoción. Este modelo se quebranta en caso de abrigar la maldad en su vida. El libro de instrucciones presenta un largo listado de cualidades que debe tener la mujer ideal, entre ellas, la afabilidad, que es la suma de la bondad, de la dulzura y de la modestia, cuyas principales características son: La sonrisa en los labios y las palabras dulces y corteses hacia los inferiores. Es “hablar á todos con el mismo cariño tanto á los pobres como á los ricos, al instruido y al ignorante; de modo que todos no pueden menos de decir: ésta joven si que es querida”[19]. También llama la atención sobre el cuidado de la mucha amabilidad y de la mucha familiaridad, pues, “la mucha amabilidad puede conducir á la demasiada familiaridad. Ésta no es provechosa cuando se dirige de inferiores á superiores ó al contrario; porque si es de superiores á inferiores hace despojar al superior de su autoridad y dignidad, lo que sucede por falta de prudencia(...)”[20]. Estas palabras muestran los valores que se van inculcando en la sociedad. Se propone ser amable, cuidando los límites. Se hacen alusión al respeto hacia los demás y al cuidado de las jerarquías sociales.
Dentro de las instrucciones también se hace evocación al amor, a la verdad, al candor. También se hace referencia a la franqueza, la ingenuidad, la sinceridad, la mentira y sus consecuencias:
“(...) La mentira es la noche del corazón y este mal no se comete sino en las tinieblas. Las personas que cometen la mentira son: las golosas, cuando toman alguna cosa á escondidas para satisfacer su gusto; las curiosas cuando descubren algún secreto y niegan después lo que han hecho y, por último, las perezosas que no quieren convenir en su defecto(...) La mentira produce en el alma una herida tan profunda que aunque se pueda curar, la cicatríz queda siempre. Esta doctrina está apoyada por las palabras de Jesucristo que dijo: las mentiras son hijas del diablo que es el padre de la mentira”[21].
Estos llamados permiten apreciar lo que la sociedad quería construir de las mujeres del siglo XIX. Ante todo, se evidencia que la mujer ideal para esa época era una mujer de buen corazón, honesta, pura, modesta, recatada, sincera, franca, amable, noble, y bondadosa. Dentro de estos ideales, también jugaba un papel muy importante la obediencia, que según el cuaderno de Susana Uribe es:
“Hacer con gusto, prontamente y con buenas maneras todo lo que se nos mandan nuestros superiores. Se entiende por superiores los que están encima de nosotras por su edad, superioridad, experiencia, méritos y por el puesto que ocupan. Nosotras miramos la obediencia como un yugo muy pesado, y la ejecutamos como esclavas, en vez de hacerla con virtud. Las personas que desde niñas se acostumbran á la obediencia, les es más fácil llevar la pesada carga que les aguarda más tarde. Tenemos la necesidad de la obediencia, primero, por nuestra debilidad que siempre necesitamos de un apoyo, de un consuelo, de un consejo, de una ayuda, porque somos tan débiles que nada podemos hacer por nosotras mismas. Segundo, por nuestra ignorancia que no siempre sabemos como nos hemos de conducir en tal ó cual ocación y es menester que nos sometamos al juicio de las personas más instruidas. Tercero, por nuestras malas inclinaciones; aun cuando nosotras nos hagamos ilusiones, nuestro corazón está lleno de vanidad; quisá nosotras suponemos que nuestras maestras y madres á quienes obedecemos son independientes, estamos muy equivocadas, porque ellas estan sumisas á una autoridad superior la cual está sometida á la voluntad de Dios (...)”[22]
Esta larga cita permite ver lo que algunas mujeres le inculcaban a las niñas decimonónicas. Las mujeres eran definidas en la época bajo la categoría de “el bello sexo”[23], haciendo alusión al ideal femenino de mujeres bellas, tanto física como espiritualmente. La cita sobre la obediencia muestra que para la época las mujeres eran vistas como seres débiles, pasivos e ignorantes. La fragilidad de las mujeres se mencionó a lo largo del siglo XIX. Por un lado se les veía como seres de gran corazón, capaces de amar y servir al otro, pero por otro lado, se les veía como seres inferiores, incapaces de tomar sus propias decisiones. Según lo escrito en el cuaderno de instrucciones, la obediencia debía verse como una virtud y no como un yugo impuesto por la sociedad. Así mismo, debía entenderse como una necesidad femenina debido a la debilidad asociada a las mujeres, por ser éstas quienes siempre necesitaban ayuda ante su incapacidad de hacer las cosas por ellas mismas.
Para la época objeto de estudio del presente artículo, las mujeres no eran consideradas ciudadanas, se les veía como niños indefensos que necesitaban del cuidado de su esposo o de su padre. Cualquier actividad que quisieran realizar las mujeres de esta época tenía que ser apoyada por su esposo, hermanos o padre. La obediencia era una necesidad y un ideal. La feminidad decimonónica debía comportar esta cualidad, de lo contrario, se rompía con patrones ya establecidos y la familia o la misma mujer era juzgada ante la sociedad. Nuevamente, la defensa del honor jugaba un papel preponderante.
El texto también hace un llamado sobre el deber: “La obediencia cambia más tarde de nombre y se llama entonces el deber (...) cambia según la edad, la condición y el estado, pero siempre se muestra como un juez inflexible que si lo descuido se expone al arrepentimiento y si lo desprecio es entregarse á los remordimientos”[24]. En sus apuntes, Susana también hace mención a la docilidad, al respecto señala que:
“la obediencia supone docilidad. La docilidad supone un buen espíritu y una de esas naturalezas creadas para ser amadas. La niña dócil aumenta á cada paso su felicidad y somete siempre su voluntad á la de los superiores. Siempre se le ve calmada, confiante esperando hallar algún apoyo en las personas á quienes tiene confianza. Muchas veces se extremece intensamente y su naturaleza se revela al ver el trabajo que le cuesta obedecer, pero jamás manifiesta ningún sentimiento de revelión. Nunca dice no á sus maestras ó superiores, no es porque no le cueste, sino porque quiere complacer á todos. Cuando se sabe leer en las almas se dice de una niña dócil que es la imágen de Jesús; no hay cosa que más guste que una persona dócil.”[25]
En este aparte se hace una fuerte alusión al respeto hacía los superiores, lo cual va mostrando el tipo de sociedad que se forja en dicho momento, basado en jerarquías sociales. Se plantea la docilidad como una cualidad de las mujeres que les permitirá ser amadas y felices. Dentro de este ideal, no hay lugar para la rebelión. Esto permite entender que la sociedad decimonónica aceptaba la sumisión en la mujer y quizá rechazaba o repudiaba el hecho de que un hombre fuera gobernado por su mujer. La desobediencia o rebelión serían entonces las actitudes opuestas de la mujer ideal.
En síntesis, estos apuntes encontrados en un cuaderno de 1895, permiten conocer las enseñanzas que les implantaban a las niñas, las cuales estaban basadas en valores morales para hacer de ellas buenas madres, esposas e hijas. Son estos llamados los que muestran el tipo de mujer que se deseaba tener en la República: Mujeres con fuertes valores morales y católicos que se encargaran de alimentar las costumbres del país. Era una educación fuertemente diferenciada de la de los hombres.
Por lo anterior, es a través de la categoría de género que se entienden las “construcciones culturales” que desarrolló la sociedad decimonónica sobre los roles para las mujeres y los hombres. Así, y en los términos antes vistos, se impuso una categoría social sobre el cuerpo sexuado de la mujer. En esta categoría, las “representaciones simbólicas” de la sociedad cristiana del siglo XIX planteaban imágenes de la mujer como “pura” o “corrupta”, las cuales se cimentaron a través de los “conceptos normativos” expresados en las doctrinas de la religión, la educación, la moral y las costumbres, las cuales dieron como resultado la apropiación por parte de las mujeres decimonónicas de su determinado rol en la organización social.
1.2.El espacio y las ocupaciones de la mujer de elite decimonónica
Se ha referido en líneas anteriores que el hombre y la mujer tenían roles distintos en el Siglo XIX. No obstante, Soledad Acosta de Samper habla en otro plano lo siguiente:
“Véamoslo. La diferencia que hay entre la vida de un hombre y la de una mujer es ésta: la primera es externa, la otra interna; la una es visible, la otra se oculta; la del hombre es activa, la de la mujer pasiva. El tiene que buscarla fuera; ella la encuentra en su casa. Sin embargo, los dos caminos son igualmente honorables y difíciles. Sea como fuere y como lo dispongan las costumbres, ambos deben seguir con dignidad y con el propósito de ser útiles, el camino que les ha trazado la Providencia”[26]
El anterior pasaje demuestra, una vez más, que la mujer de aquel período era una mujer que se movía dentro de la esfera de lo privado: El hogar. Su responsabilidad era la familia, los hijos, la casa y los valores. Esta era la esfera a través de la cual las mujeres se movían y se realizaban.
La socióloga feminista María Teresa Tarrés, hace una crítica sobre los conceptos público/privado y propone la categoría de “campos de acción femeninos”: “espacios controlados por mujeres a nivel microsocial, donde ellas actúan con intereses, principios de organización e ideologías que, al parecer, tienen una lógica diferente a la que prevalece en el mundo institucional.”[27] Bajo esta categoría propuesta por la socióloga, puede romperse con el cliché que se tiene sobre las mujeres del siglo XIX, y eliminar la rigidez que suponen los conceptos de lo público-político y lo privado-doméstico, al igual que con la concepción de mujeres víctimas, confinadas al mundo privado, y hombres dominadores protagonistas de lo público. Esta teoría permite la visualización de las mujeres decimonónicas como sujetos activos y el acercamiento a la participación de ellas en la organización social.
La reclusión de las mujeres era la condición de la naturaleza femenina y le permitía desarrollar su temperamento ideal: el silencio, el recogimiento y la discreción. No obstante, pese a permanecer en un mundo privado, para ellas la intimidad era prohibida.[28] En este sentido, se crearon medidas de control sobre el cuerpo que negaban los sentidos y los sentimientos; el placer sexual, por ejemplo, era visto como peligroso y temerario; estaba relacionado con la lujuria.[29] Como se vio en el acápite anterior, la virtud más admirada de las mujeres era su pensamiento casto que se reforzaba en la educación al punto de hacer de ellas seres ignorantes e incapaces de controlar sus propias vidas.
Durante la niñez, la familia era quien cuidaba de su hija como el bien más preciado; de su buen comportamiento dependía su buen nombre y al primer error la familia entera era deshonrada. Las mujeres recibían una fuerte educación desde pequeñas para convertirse en lo que la sociedad esperaba de ellas: Buenas madres, esposas y católicas.
Durante el siglo XIX, la etapa de la niñez se dividía en dos períodos: La primera y la segunda infancia. En la primera infancia no había distinción grande en el modelo de educación impartida para los niños y las niñas, ambos eran educados por sus madres; este primer momento iba desde el nacimiento hasta los siete años. La segunda infancia terminaba con los cambios físicos de la pubertad, a los doce o catorce años.[30] Durante la segunda infancia las diferencias comenzaban a mostrarse y se empezaban a construir y a reforzar los valores femeninos y masculinos separadamente. Así, la identidad femenina se convertía en una construcción social y cultural, variable e histórica. Durante la segunda infancia la educación de las niñas pasó a ser dirigida por conventos o colegios privados de carácter religiosos. Allí se les enseñaba a asumir la vida tal como una mujer debía hacerlo: con conocimientos básicos para dirigir y mantener un hogar, desarrollando su naturaleza maternal.
Ahora bien, la niña debía permanecer siempre en el hogar, su madre y demás mujeres (monjas) eran desde el principio sus guías y educadoras. Este espacio era el único que le permitía desarrollar a la mujer su identidad, la mujer era valorada en este espacio, en su hogar. Cuando la mujer crecía, y se volvía señorita, la vigilancia se intensificaba, ellas se preparaban para el matrimonio. A la edad de los 16 años su cuerpo se alistaba para ser madre.
La señorita era aquella persona en la que convergían los valores de una mujer, allí residía la idea acerca de su inocencia infantil y su capacidad reproductora. A este tipo de mujer se le exigía un comportamiento ideal; cualquier actitud pecaminosa hacía que la mujer fuera rechazada o repudiada por su sociedad. Quedaría aislada y se convertiría en un ejemplo sobre lo que no se debía hacer si se desafiaba el control social del momento.
Cuando la mujer se casaba llegaba al momento culminante de toda su preparación como mujer. Ser esposa y madre significaba demostrar todo lo que desde niña le había sido enseñado. El matrimonio se convertía en el sacramento que garantizaba la reproducción de los valores.[31] El matrimonio era el lugar privilegiado en el que la mujer debía ser dulce, condescendiente, fiel y obediente a su marido. Ella era la responsable de mantener el hogar, su economía y su orden. Tenía un carácter dual: sumisión y reino. A través del matrimonio la mujer se sometía a su marido, pero dominaba y controlaba un espacio, su casa, su hogar.
[1] Susana Uribe era una joven estudiante antioqueña.
[2] José Maria Vergara y Vergara nació en Bogotá en el año de 1831 y murió en 1872. Fue escritor y crítico literario. Organizó y dirigió la Academia Colombiana de la Lengua. Es autor de poesías, cuadros costumbristas, novelas y de una extensa obra de crítica literaria. VERGARA Y VERGARA, José María, (1936), “Consejos a una niña”, En: Las tres tazas y otros cuadros, Bogotá: Editorial Minerva, P, 125.
[3] Sobre la repartición de funciones sociales de acuerdo al género, Laclau y Mouffe tienen diferentes textos de cómo, históricamente, por lo menos desde el siglo XX, ha permanecido una predisposición de funciones y espacios sociales diferentes para la mujer y el hombre. Para la mujer, se naturalizan roles propios del espacio social de “lo privado”, como los del hogar, el trabajo doméstico, la educación de los hijos, y para el hombre, los propios de “lo público”, como la política, las elecciones, el trabajo fuera del hogar, etc.
[4] ARISTIZABAL, Magnolia, (2005), “La Iglesia y la familia: espacios significativos de educación de las mujeres en el siglo XIX”, En: Convergencia, Revista de Ciencias Sociales, vol 12, número 37. México: Universidad Autónoma del Estado de México. P. 192.
[5] LONDOÑO, Patricia, (1984), “La mujer santafereña en el siglo XIX”, En: Boletín Cultural y bibliográfico, vol 21, No 1, Bogotá: Banco de la República. P, 6.
[6] VERGARA Y VERGARA, José Maria, (1936), Op. Cit. P, 124.
[7] Ibid. P, 123.
[8] BIANCHETTI, Livia, (1882), Los deberes de la mujer católica : en que se expone la misión de la mujer en sus diversas condiciones de hija, esposa y madre, Paris : Garnier. 1a. ed. Castellana. Biblioteca de la mujer.
[9] Ibid. P, 46.
[10] Ibid. P, 144.
[13] OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, (1884), Carta a la señorita María Josefa Ospina en vísperas de su matrimonio, segunda edición, Bogotá: Imprenta de Silvestre y Compañía.
[15] OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, (1884), Op. Cit.
[16] Sobre el concepto del honor y sus implicaciones se ahondará en el tercer capítulo.
[17] OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, (1884), Op. Cit. El subrayado es mío.
[18] Aunque el año no pertenece al período de estudio, este documento permite entender el tipo de instrucciones que se daba a las niñas a fines del siglo XIX, la cual no era diferente a la de mediados del siglo XIX, pues aunque existieron reformas en la educación a mediados del siglo XIX, éstas reforzaron la vigilancia católica en los colegios de las niñas. Lo anterior perduró hasta principios del siglo XX.
[19] Ibid. P, 13
[20] Ibid. P, 14.
[21] Ibid. p, 19.
[22] Ibid. Pp, 20-22.
[23] Ver BERMUDEZ, Suzy, (1994), “Tijeras, aguja y dedal: elementos indispensables en la vida del bello sexo en el hogar en el siglo XIX”, En: Historia Crítica, No 9, Bogotá: Universidad de los Andes. Pp, 21-27. BERMUDEZ, Suzy, (1993), El bello sexo: la mujer y la familia durante el olimpo radical, Bogotá: Uniandes, Ecoe Ediciones y LONDOÑO, Patricia, (1995), “El ideal femenino del siglo XIX en Colombia: entre flores, lágrimas y ángeles”, En: Las mujeres en la Historia de Colombia, Tomo III. Mujeres y Cultura. Bogotá: Editorial Norma. Pp, 302-329.
[24] URIBE, Susana, (1895), Op. Cit. p, 21-22.
[25] Ibid. p, 22-23.
[26] ACOSTA DE SAMPER, Soledad, (1878), La mujer: Revista quincenal exclusivamente redactada para señoras y señoritas, Nos 1-12, Sept-Marzo. Bogotá: Imprenta de Silvestre y Compañía. P, 16.
[27] TARRES, María Teresa, (1989), “Mas allá de lo público y lo privado. Reflexiones sobre la participación social y política de las mujeres de clase media en Ciudad Satélite”, En: DE OLIVIEIRA, Orlandina (coord), Trabajo, poder y sexualidad, programa interdisciplinario en Estudios de la Mujer, México: El Colegio de México, P, 215.
[29] Ibid. P, 24.
[30] Ibid. P, 10.
[31] Ibid. P, 46.
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