La era liberal (1850-1885)

ERA LIBERAL
1850-1885
Angela María Guerra Súa

José Hilario López
Desde los inicios como nación independiente hubo en Colombia un fuerte debate sobre las formas de gobierno, que dieron origen a las primeras contiendas civiles durante la llamada Patria Boba.  El país había vivido una tendencia liberalizante desde la época de Santander, quien  traía consigo algunas ideas liberales, en oposición a las ideas de Bolívar, quien había pretendido organizar un gobierno más centralista y fuerte. Sin embargo, la concepción de partido político sólo se instauró a partir de mediados del siglo XIX  y desde 1848 podían diferenciarse dos corrientes de opinión claramente contrastadas. Los partidos políticos se configuraron, del lado liberal, en torno a los ideales de Ezequiel Rojas y Manuel Murillo Toro, y, del lado conservador, en torno a Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro. Tal como afirma Fernán González, los partidos políticos desempeñaron, desde el siglo XIX y la primera mitad del XX, una función de intervención entre el Estado y los grupos dominantes de la sociedad “como respuesta a la fragmentación del poder en los ámbitos nacional, regional y local, que caracteriza la historia independiente de Colombia al desaparecer el poder unificador de la Corona española.” 
A partir de 1849, con la llegada del general José Hilario López al poder, el partido liberal buscó dirigir el destino de la nación hacía el camino de la “modernidad” y del “progreso”, lo cual obligaba a dejar a la Iglesia lejos del poder. El partido liberal triunfó en 1849, e intentó modificar  las relaciones Iglesia-Estado, para reducir el campo de acción del poder religioso en el político, por considerarlo un obstáculo para el progreso del país. Los liberales pensaban que la religión debía mantenerse al margen del gobierno, pues cada poder debía regir su destino de manera independiente.  Dicho programa liberal suscitó un conflicto entre el mundo tradicional, identificado por los sectores religiosos, y el moderno, impulsado por los liberales. No obstante, la separación entre la Iglesia y el Estado fue la primera medida que adoptó dicho gobierno, dando fin al patronato, que había sido un pacto sellado entre la corona española y el papado. 
Libertad de los esclavos
Desde el momento en el que José Hilario López llegó al poder (1849-1853) se puede  hablar de una hegemonía liberal que duró hasta el año de 1885 (excluyendo el gobierno bipartidista de Manuel Mallarino – 1855-1857— y el de Mariano Ospina Rodríguez – 1857-1861—). Las reformas adoptadas durante el gobierno de López se pueden clasificar en tres categorías de reformas, político-sociales, económicas y de tipo religioso, dentro de las cuales, promovió: eliminar la pena de muerte (ley del 26 de mayo de 1849), otorgar la libertad a los esclavos (ley del 21 de mayo de 1851), dar libertad de imprenta como manifestación a la libre expresión del pensamiento por medio de la prensa (artículo 1º de la ley 30 del 30 de mayo de 1851), eliminar la protección a algunos monopolios como el estanco del tabaco (ley del 23 de mayo de 1848[1]), descentralizar las rentas y suprimir los resguardos indígenas; también, este gobierno se caracterizó por la apertura de las aduanas, por imponer una política de libre cambio para el comercio exterior y crear nuevas reformas a la constitución para asegurar la independencia de las provincias frente al gobierno central. Así mismo, la religión católica se dejó como un asunto privado e individual, y se intentó evitar que ésta afectara el ritmo político y económico de la nación.  Es en este contexto, que los jesuitas fueron expulsados en el año de 1850.
El liberalismo no sólo se encontró en conflictos con los conservadores por sus ideas divergentes, también se crearon tensiones dentro del mismo partido: en el momento en el que los liberales fortalecían su hegemonía, estaban sufriendo un proceso de división en dos grupos que se denominaron gólgotas y draconianos. Los primeros eran partidarios del laissez-faire o medidas de libre cambio, mientras que los segundos  abogaban por las medidas proteccionistas.
Dentro del mismo partido liberal  surgió un grupo que propiciaba modificaciones de fondo. Este grupo tomó el nombre de radical, porque pretendía llevar los cambios hasta la misma raíz; defendía la libertad del hombre como el mayor privilegio y el ideal “laisseferista” que favorecía los  intereses de los comerciantes, quienes deseaban deshacerse de las antiguas instituciones fiscales: estancos del tabaco, monopolios, proteccionismo aduanero, diezmos, etc. Estas eran medidas esenciales para lanzar al país al mercado internacional y una forma de borrar las huellas del pasado colonial porque cambiaban el sistema de recaudo de rentas para el Estado (hasta la mitad del siglo XIX, la fuente principal de ingresos del gobierno central eran las rentas estancadas y los derechos de importación y por su parte la institución eclesiástica recibía ingresos por concepto del diezmo).
Estas nuevas medidas produjeron cambios en los hábitos de consumo de las clases dominantes, que resultaron ser un duro golpe para los artesanos, quiénes, debido a las medidas de liberación de la importación, se vieron afectados por el ingreso de calzado, textiles, muebles y vestidos extranjeros. Puede observarse que las transformaciones iniciadas a mediados del siglo XIX no fueron necesariamente convenientes para todos los grupos sociales y, por esta razón, surgieron agrupaciones que se ubicaban con los distintos partidos en formación, las cuales buscaban luchar por sus intereses. Se encontraban las sociedades democráticas, las religiosas, o de pequeña tertulia que publicaban en periódicos de corta duración sus ideales. Los debates sobre la lucha de intereses no se dieron necesariamente en un sentido pacífico, pues muchas veces se desencadenaron por la vía de la violencia.

Golpe de Estado del General José María Melo.
Escrito por:
Angela María Guerra Súa
José María Melo
Con la Constitución de 1853 se inició una progresiva secularización, una separación entre el Estado y la Iglesia, así como la promoción del matrimonio civil, el divorcio, los entierros laicos y la libertad de prensa. José Maria Obando, presidente de la Nueva Granada de 1853-1854, era denominado “draconiano” por estar en desacuerdo con un gran número de ideas expuestas en la Constitución, obra de los gólgotas,   tales como la pena de muerte y la reducción del ejército nacional. Así, a medida que aumentaba la disputa sobre el futuro del ejército, se empezó a fraguar una alianza entre los artesanos de Bogotá y la guarnición militar de la capital; tal coalición llevó a que los militares defendieran a los artesanos en sus peleas callejeras con los jóvenes de clases altas. Este hecho suscitó temor en las esferas altas por lo cual se decretó que el ejército permanente pasaría de 1500 a 800 hombres. Fue esa situación la que instigó al general José Maria Melo a protagonizar el golpe de estado del 17 de abril de 1854. Esto lo consiguió con la ayuda de muchos artesanos de las Sociedades Democráticas (modelo de movilización política liberal de las clases populares). Este golpe militar que condujo a una guerra civil  cuando el  general José Maria Melo, quien era liberal “draconiano”, se proclamó Jefe Supremo del Estado, es el centro de la narración del diario de Soledad Acosta. 

Una vez en el poder, Melo cambió la política: los gobernadores serían nombrados y no elegidos; la religión católica volvería a ser la religión del Estado y un ejército más grande disfrutaría del fuero militar. Esta toma del poder suscitó la reacción de los líderes de los partidos liberal y conservador, encabezados, por parte de los liberales por el vicepresidente José de Obaldía y el general Tomás Herrera, y entre los conservadores, por los generales Tomás Cipriano de Mosquera y Pedro Alcántara Herrán. Liberales y Conservadores se aliaron como “constitucionalistas” para derrotar a Melo. No obstante, pasaron 8 meses antes de derrocar al dictador debido a una pérdida significativa del general Herrera en Zipaquirá y porque Melo contaba con un fuerte apoyo en el Cauca y en la Costa Caribe, así como en Antioquia y en el Socorro. Al cabo de 8 meses, en diciembre de 1854, dieron por concluida la dictadura de Melo y José de Obaldía asumió el poder. El Diario de Soledad Acosta narra con detalle estos 8 meses del golpe y en su narración se entrecruzaron los diversos sentimientos experimentados.
Confederación Granadina
Es posible que como reacción al golpe militar de Melo, los conservadores hayan obtenido la mayoría electoral en 1855 con Manuel María Mallarino quien asumió el poder. Esta preeminencia se hizo aún más evidente en 1856 cuando Mariano Ospina Rodríguez, candidato conservador, venció a su oponente liberal Manuel Murillo Toro (95.600 votos contra 79.400). Aunque se trataron de gobiernos conservadores, muchas ideas liberales continuaron presentes como la del federalismo que pretendía restarle poder al gobierno central para dárselo a los gobiernos de las provincias. Esto llevó a que se redactara una nueva Constitución que promulgara tal federalismo, así, el país fue rebautizado en 1858 como Confederación Granadina. Al crear los Estados federales, se pensaba que las guerras civiles se mitigarían; sin embargo, los problemas de orden público se generalizaron.
Estados Unidos de Colombia
En 1863 se decretó una nueva Constitución (la de Rionegro) que reformuló, nuevamente, el nombre de nuestro país por “Estados Unidos de Colombia”. En ella  se adoptó el federalismo y se nombraron los nueve estados soberanos (Antioquia, Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca, Magdalena, Santander, Panamá y Tolima).  En este mismo año, se reconoció la libertad religiosa mientras no atentara contra la soberanía del país o la paz nacional, y se determinó la prohibición a las comunidades religiosas de poseer bienes raíces. Así mismo, el gobierno radical insistió en difundir los valores ‘republicanos’ en las conciencias de la sociedad. De esta forma, la educación dejó de ser religiosa y pasó a ser laica y se decretó la libertad de prensa. En 1870, el país vivió una reforma educativa que buscaba luchar contra el analfabetismo, el cual se consideraba como una razón del atraso del país. Aunque la educación pasó a ser laica, si los padres lo deseaban, existían unas horas para que los estudiantes obtuvieran una enseñanza católica. 
La lectura de este aparte suscita la pregunta sobre el papel de la mujer en el escenario político de la época. Como se vio, los líderes políticos eran siempre hombres, quienes eventualmente en sus hogares eran cuestionados por sus mujeres o aconsejados por ellas, pero lo que se evidencia en este texto es que la esfera de lo público era el espacio concreto de los hombres y lo privado el de las mujeres; ambas esferas se relacionaban entre sí, pero a cada cual le correspondía un lugar específico en la sociedad.


Breves notas sobre la educación en el período liberal (1850-1870)


Escrito por: Angela María Guerra Súa

Ya se ha visto cuáles fueron las ideas liberales que se extendieron a lo largo del país. Ahora es preciso revisar cómo era la educación para hombres y mujeres durante el período estudiado. A través del estudio de la educación, se realizará, poco a poco, un acercamiento al mundo cultural en el que participaban autores, textos y  lectores; al mundo literario que sólo llegaba a aquellos(as) que poseían un mejor nivel de educación y se entenderá cómo la literatura de la época, su escritura, era una forma de práctica y de participación social.  
Colegio mayor del Rosario
Al ser Colombia un país eminentemente católico, la enseñanza en todos los niveles había sido función de la Iglesia. Los principales centros educativos de Bogotá eran: La Universidad de Santo Tomás, (1580) los colegios mayores del Rosario (fundado en 1654) y San Bartolomé (fundado por la compañía de Jesus en 1605), la Universidad Javeriana (fundada en 1623 por los jesuitas), el colegio femenino de la Enseñanza (fundado por la señora Clemencia de Caycedo el 8 de febrero de 1770), el colegio femenino de la Merced (fundado en 1832),  una escuela primaria dirigida por los dominicos y una escuela pública ubicada en el barrio de la Catedral que era vigilada por la parroquia. Desde la década de los cuarenta, como consecuencia de la ley 8 de Mayo de 1848 sobre la libertad de enseñanza y habilitación de recursos que promovió Rufino Cuervo, empezaron a aparecer en mayor número nuevos establecimientos educativos.
Desde los inicios de la república los ideales de educación variaban de acuerdo al género. También la filiación política influyó en el tipo de educación que se deseaba. Es así como a los hombres se les instruía para ser constructores de la Nueva República y a las mujeres para velar por las buenas costumbres y mantener las virtudes cristianas en el núcleo familiar.
Como se vio en el apartado anterior, los años posteriores a 1850 la élite intelectual promovió cambios sociales, políticos y económicos que influyeron en la educación.  Poco a poco floreció la prensa bogotana en la que se tradujeron libros de economistas y pensadores liberales ingleses y franceses. Al desear combatir la influencia que ejercía la iglesia sobre la sociedad, la educación para los hombres empezó a cambiar y era menester “sustituir la iglesia por la escuela y el cura por el maestro”. Para lograr este objetivo, desde el año de 1870, luego de la Reforma Educativa, se impuso el método pestalozziano que instruía a sus alumnos a través de la observación y el conocimiento empírico, reemplazando así el anterior método basado en la memoria y en la fe.
Los liberales se interesaron particularmente por el desarrollo de la educación primaria pública, movimiento que inició en el Estado de Santander con el impulso del Director de Instrucción Pública, Dámaso Zapata.  quien se preocupó por establecer un censo de escuelas, se interesó por aumentar la asistencia a clases e instauró un sistema de inspección escolar. Su esfuerzo se concentró en hacer que los docentes conocieran la pedagogía alemana de Pestalozzi y Froebel. Pese al carácter federalista del sistema político, el país desarrolló en dicha época una estructura educativa centralizada y unificada. No obstante, mientras los conservadores deseaban formar hombres de valores católicos, los liberales deseaban formar buenos ciudadanos que encontraran un camino a través de la ciencia y el uso de la razón. Estas diferencias produjeron fuertes conflictos políticos a nivel nacional, generando una gran inestabilidad.
Sin embargo, es preciso mencionar que la progresiva secularización no ahondó en las mentalidades de los habitantes. Así, la fuerza católica se mantuvo en las festividades, en las costumbres y en los ritos. Igualmente, la ley de 1870 no rompió con la Iglesia porque dejaba en su programa escolar algunas horas de instrucción religiosa impartida  por los curas y les daba a estos últimos el derecho de velar por el contenido moral de la enseñanza,  aunque se establecía la neutralidad del Estado en lo concerniente a la religión.
Poco a poco la educación se encargó de construir un canón de uso y de determinadas formas de lenguaje a partir de las cuales se deseaba consolidar una cultura. Así, ambos partidos políticos vieron en la educación un instrumento para orientar a la juventud hacia sus respectivas ideologías. Se creo la Universidad bajo el principio de que la ciencia y la educación estaban por encima de las luchas partidistas. Para ese entonces, la educación fue pensada como principio liberal de igualdad entre los individuos.
Colegio mayor de San Bartolomé
No obstante, como se ha establecido, el contenido de la educación se diferenció según el género, así, las que se dedicaban a los hombres formaban a los profesionales en medicina, sacerdocio y jurisprudencia. También se impartían cátedras de idiomas, filosofía, química, botánica, medicina, teología, liturgia, literatura, música y dibujo. En el colegio de San Bartolomé, por ejemplo, a partir de 1855 se establecieron estudios para formar profesionales en seis áreas: Ingenieros geógrafos, ingenieros mecánicos, arquitectos, químicos, mineralogistas y botánicos.
Así mismo, menciona Magnolia Aristizábal, que además de las profesiones enumeradas, en el colegio de San Bartolomé también se dictaban seis cursos de ciencias políticas y judiciales. Se dictaba gramática castellana y latina, inglés y francés, geografía y datos estadísticos, dibujo lineal y topográfico. También les enseñaban aritmética elemental, teneduría de libros, urbanidad, moral y religión. Así, la educación impartida estaba dedicada a formar los hombres que regirían el porvenir de la nación.
Educación femenina
Para la mujer la educación era muy diferente. Sólo los colegios femeninos siguieron siendo regidos bajo el catolicismo, y sólo la Iglesia pudo seguir formando las conciencias de éstas. La jerarquía eclesiástica dedicó, con mayor fuerza durante este período, una especial atención y vigilancia a los centros de educación nacional femenina. La afiliación de la mujer al sistema educativo, era para la Iglesia, un modo de “moldear en principios y valores cristianos al elemento cohesionador de la familia y el hogar”[2]. De esta forma, la Iglesia mantuvo su hegemonía como fiscal de la moral y las costumbres de la sociedad y fundamentó en la mentalidad femenina esta responsabilidad. Es así como, a partir de la década de los setenta hubo una amplia oferta de colegios para mujeres, dirigidos por mujeres y con énfasis en los valores católicos y la enseñanza adecuada para ser buenas madres y esposas. La fundación y promoción de nuevos colegios era anunciada  por la prensa de manera permanente.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   Para la sociedad era necesaria la tarea realizada por la Iglesia en la vida educativa de las las mujeres. No había duda sobre la importancia de su educación pues para hombres y mujeres este tipo de educación representaba moralidad, buenas costumbres y virtud como lo pregonaban fuertemente. Así las cosas, vemos que la Iglesia como institución mantuvo su presencia en la formación de la moral y de las costumbres en las mujeres. Ellas tenían un fuerte vínculo con la religión católica y eran las principales depositarias de su fe y abogaban por su defensa.
En este marco, Rufino Cuervo, de ideas conservadoras, y promotor de la creación del Colegio femenino de La Merced, señaló en 1832:

“(...) No sea inútil, exponer a usted la necesidad de que sean educadas las mujeres: ellas tienen la principal parte en las buenas o malas costumbres de la República, porque encargadas de la crianza de los hombres, les inspiran las primeras ideas que marcada influencia tienen en el porvenir de la vida. La mujer prudente, aplicada y piadosa es el alma aún de las mayores casas, pone en orden la economía, arregla los espíritus y fortifica la salud de la familia[3]

Mujer leyendo
Estas palabras permiten entender que la educación impartida a las mujeres estaba destinada a convertirlas en centro del hogar, dedicadas a la vida doméstica y a su familia y resalta  la diferencia entre la educación impartida para los hombres y para las mujeres. Los colegios organizados para los hombres dictaban una educación secundaria que les permitía obtener títulos, mientras que las escuelas, colegios y casas de educación para las mujeres sólo ofrecían una educación elemental. La educación femenina se basaba en los valores morales y religiosos. Como vimos, en los colegios masculinos se impartían 6 profesiones, mientras que en el caso del colegio femenino de la Merced, se enseñaban cinco cátedras: una para enseñar a leer, escribir y contar, otra para enseñar las gramáticas española y francesa, otra para el dibujo, otra en la que se enseñaba moral, religión, urbanidad y economía doméstica, y finalmente, una para enseñar elementos de música vocal e instrumental. A las mujeres no se les permitió el acceso a profesión alguna.
Por otra parte, la educación abrió el espacio al aprendizaje de la lectura. Aprender a leer, entonces, se convirtió en el inicio de una larga selección de lecturas, la mayoría de veces impuesta, que dependía de la forma como era establecido en los textos educativos, en la prensa, los sermones y demás. La práctica de la lectura era señalada a partir de una censura explícita que quizá pudo dividir  a la sociedad entre los que leían unas obras, los que no podían, querían o simplemente debían leerlas.

Panorama urbano: Bogotá decimonónica

Escrito por: Angela María Guerra Súa

Bogotá siglo XIX
Los relatos de viaje de Rosa Carnegie Williams, de Isaac Holton y de Alfred Hettner, así como de las Reminiscencias de Santafé y Bogotá del colombiano José M. Cordovez Moure, algunos testimonios encontrados en el diario de Soledad Acosta Kemble, y la lectura de fuentes secundarias, aportan las bases necesarias para establecer el marco en el que se construyeron todos los cambios ideológicos de la nación, pues a través de su lectura se vislumbra la ciudad decimonónica y se descubren sus costumbres, cambios, vida social, progresos e ideales, para entender las condiciones de las mujeres y hombres que la habitaban.     
Ahora bien, la ciudad, como espacio urbano, se formó tras un largo proceso. Durante la época de las sociedades prehispánicas, diversos grupos humanos desarrollaron formas propias de organización espacial. No obstante, esas formas cambiaron con la llegada de la Conquista al introducir la lógica de ciudad europea: La ciudad se volvió el escenario donde se representaba el poder, para lo cual su espacio se estructuró a partir de un orden determinado, con ángulos rectos, aguas canalizadas, plazas, fuentes, etc. La sucesión de estos hechos durante el siglo XIX es narrada de manera dinámica por numerosos viajeros.

Al iniciar el siglo XIX, e incluso al obtener la independencia, Bogotá mantuvo su antiguo ritmo de ordenamiento colonial (área poblada), pero poco a poco fue incorporando nuevas herramientas materiales, permitiéndole a sus habitantes obtener mayor bienestar (incorporación de servicios públicos, carreteras y casas). Según Germán Mejía, el tiempo transcurrido entre 1820 y 1910 fue un período de transición que se alejó de aquel sistema social colonial y empezó a construir un nuevo orden capitalista y burgués.
Bogotá S. XIX
Durante el siglo XIX, Bogotá era una ciudad aislada, su acceso era difícil debido a las pocas y paupérrimas vías de comunicación existentes. Pese a su aislamiento de los puertos marítimos y del resto del país, era desde entonces el centro político y cultural del mismo. Desde la colonia era el lugar que reunía al gobierno central, y congregaba una riqueza significativa entre sus habitantes. No obstante, Bogotá era una ciudad alejada que se miraba hacía adentro por la dificultad de ver lo externo, aunque reconocía ese mundo de afuera que idealizaba por ser “civilizado”: Europa. Esta dualidad le permitía a la ciudad albergar personajes con un determinado gusto literario, buen comportamiento social y grandes conocimientos sobre los últimos progresos de la ciencia, puesto que su élite se movía en ambas esferas: lo externo, es decir, Europa, y lo interno, su ciudad y su país.
Bogotá ocupó siempre el puesto de capital de la República, así como de las provincias o departamentos en que se dividió el país. No obstante, la ciudad fue separada del resto del territorio al establecerla, primero, como Distrito Federal en el momento de la dictadura de Mosquera (1861) y, luego, como Distrito Capital bajo el gobierno de Reyes. Aislada y de pequeñas dimensiones, su área poblada abarcaba el territorio que se “extiende entre las actuales calles 3ª a 24, de Sur a Norte y de la Cra 2ª a la 13, de Oriente a Occidente”.
Plaza Mayor Bogotá
Durante el período en estudio, los barrios de la ciudad eran aquellos que se habían constituido desde la colonia, y coincidían con la división eclesiástica: Barrio de la Catedral, las Nieves, Santa Bárbara y San Victorino. No obstante, nacieron dos nuevos barrios: Las Aguas y las Cruces. Se esbozaron 3: Egipto, la Perseverancia y Chapinero. Desde la colonia, el barrio La Catedral se convirtió en el barrio principal de la capital ya que allí se ubicaban: La Plaza Mayor (luego llamada Plaza de Bolívar) – lugar donde tenía lugar el mercado semanal y las festividades religiosas – los edificios de gobierno, varias iglesias y conventos importantes de la ciudad. Así mismo, se ubicaban allí los almacenes, y las casas de la élite bogotana. Este ordenamiento, de origen colonial, perduró hasta los primeros años del siglo XX, puesto que la élite capitalina continuó prefiriendo el centro de la ciudad como lugar de habitación por la cercanía a los establecimientos políticos, eclesiásticos y mercantiles.  Este barrio fue, a mediados de siglo, el espacio donde se congregaron la mayoría de espacios, tanto públicos como privados en los que se fomentaban las actividades culturales.
vendedor carne
El segundo barrio en importancia fue Las Nieves, ubicado al norte de La Catedral, allí se concentraban los artesanos. El barrio Santa Bárbara, al sur de la Catedral, “por las calles 3ª a 7ª y carreras  3ª a 11” era el tercero en importancia; al comenzar el siglo XIX, este barrio era tan solo un suburbio, que aún no alcanzaba las proporciones de los anteriores. El barrio San Victorino ocupaba el cuarto lugar, ubicado “entre las actuales calles 10 a 16 y carreras 11 a 15”.
En el centro de Bogotá y corazón de la ciudad estaba la Plaza de la Constitución, llamada así desde la independencia, pero conocida en la colonia como Plaza Mayor y desde 1846 titulada Plaza de Bolívar, puesto que en su centro fue erigida la estatua del Libertador. Más que un lugar amplio, la Plaza de Bolívar, era un punto de encuentro entre los habitantes de la ciudad. Allí, por ejemplo, se reunían los indígenas, vendedores en el mercado, y las demás clases sociales que compraban los diferentes artículos de venta. Era el lugar privilegiado para el desarrollo de un flujo de mercancías, gente, labores y eventos, por lo tanto, era un espacio relevante y simbólico dentro del comportamiento y cotidianidad de la ciudad. Hacia el norte, se encontraba la Plaza de San Diego, cuyo antiguo convento se utilizó como manicomio cuando se desamortizaron los bienes de la Iglesia y muchos de los conventos pasaron a ser de carácter público o privado. No era raro encontrar desde la colonia este tipo de habitantes; mendigos y locos habitaron por mucho tiempo las calles de la ciudad[4]. Estos personajes fueron siempre atendidos, ya fuera por la Iglesia o, años más tarde de la Independencia, por lugares o refugios para este tipo de personas. Las mujeres participaban en estas actividades sociales, pues ejercían labores de caridad. 

Tranvia 1884
La vida en la capital decimonónica a comienzos del siglo carecía de algunas bases materiales para su bienestar. Fue sólo a partir de los años sesenta cuando se empezaron a adaptar elementos que conllevaron a un movimiento más dinámico y saludable en la ciudad. Así, en el año de 1865, se instaló el telégrafo, 6 años más tarde, el alcantarillado subterráneo, las primeras líneas de teléfono llegaron en 1886, el tranvía llegó en 1884 y el ferrocarril en 1889. Así mismo, la urbe comenzó a contar con múltiples instituciones académicas, asociaciones profesionales y una gran variedad de profesiones y oficios para los habitantes.


1.1.Crecimiento urbano y organización espacial



La llegada del año de 1850 produjo cambios y transformaciones en el devenir de la ciudad, pues, a nivel habitacional la ciudad empezó a sufrir una notable transformación. Al iniciar el siglo XIX, las viviendas de uno o dos pisos conformaban el 74%, es decir, había 1.411 casas. Así mismo, las tiendas de habitación conformaron el 23% (436 habitaciones), y las casas pajizas sólo el 3% (56 viviendas). El flujo migratorio no inició una ampliación de las zonas habitables de la ciudad, sino que produjo una división de aquellas ya existentes. De esta forma, las casas de dos pisos se subdividieron para dar lugar a un mayor número de tiendas de habitación, las cuales llegaron a ser tan numerosas hacia 1863 como las casas. Este hecho fue el que provocó que ricos y pobres vivieran juntos. En muchas de las casas de dos pisos del centro de la ciudad, el piso bajo era arrendado a los pobres, los cuales poseían cuartos de habitación sin acceso al patio de la casa.
Los viajeros se sorprendían al ver que en estas casas, las personas de la planta baja no tenían ningún acceso a los servicios y sufrían de la humedad permanente de la casa, así como de la estrechez de sus espacios. Holton describe la escena así:

(…) Y dónde está la puerta para entrar al patio? Naturalmente que no hay puerta ni tiene derecho a tenerla. ¡Bonita casa sería esta si una guaricha, por el solo hecho de haber arrendado este miserable cuartucho, tuviera derecho a pasearse por el patio! Entonces, ¿qué puede hacer, a dónde puede ir? Porque ni en sueños existe ninguna clase de comodidad moderna, ni siquiera alcantarillado. Fuera de sus dos cuartitos apenas tiene libertad para ir a las calles, a los lotes vacíos y a la orilla del río[5]

Calle Real. Bogotá. Siglo XIX
Un rasgo que mantuvo la ciudad de la era colonial fue la construcción de edificaciones bajas. Casi siempre el tope fue de dos pisos. Así mismo, las casas continuaron estando cubiertas por tejas de barro cocido. Por lo general, eran de techo inclinado y acostumbraban a tener balcones en el segundo piso. Desde estos balcones las mujeres, ante la imposibilidad de salir, observaban la calle y saludaban a las personas que pasaban, así lo describe Soledad Acosta: “Ayer estuvieron contentas Virginia y Sofia. Vinieron aquí a pasar el día en el balcón viendo pasar gente”[6]. Rosa Carnegie Williams describe también su percepción de la ciudad al caminar por ella: “tiene una apariencia muy pintoresca, con sus paredes blancas, techos de paja o de tejas rojas y ventanas verdes voladizas, enrejadas como en una prisión, en las cuales se asomaban hermosas mujeres españolas de ojos oscuros escondidas en sus mantillas”[7]

1.2.Espacios públicos y privados.


Bogotá no poseía grandes construcciones, razón por la cual los viajeros la describen con unas calles angostas por cuyos andenes apenas alcanzaban a cruzarse dos personas. Al descender del andén los transeúntes se encontraban con los fuertes declives de las calles que se llenaban del agua lluvia al punto de invadir la vía en todo su ancho, impidiendo el paso por ellas. Las calles de la ciudad eran rectas, estrechas y, ante la ausencia de alcantarillado, poseían un caño cuyo fin era conducir hacia los ríos la basura, al igual que las aguas lluvias y negras. En palabras de Rosa Carnegie Williams, en épocas de lluvias (Octubre), las aguas torrenciales “colman las zanjas y las tuberías que desaguan en las calles en todas las direcciones. En ciertos casos, tales desagues son raudos y espumosos”[8]
No existían muchos sitios sociales en la ciudad, a excepción de las plazas y el altozano de la Cátedral. Las personas de clase baja se reunían en las llamadas chicherías del centro,  mientras que las personas de clase alta invadían los espacios de ventas, los almacenes y boticas para hacer sus tertulias. Para el mundo cultural y literario de la época, la ciudad disponía de imprentas: existía la Imprenta de Pizano y Pérez, donde se realizaba la impresión de la Biblioteca de las Señoritas. También existía la imprenta de Echeverría Hermanos, la de Marcelo Espinosa, la de Francisco Torres Amaya, la de Nicolás Gómez, la de Ovalle y Compañía y la imprenta de la Nación. Estas fueron en aumento al pasar de los años. En 1862 había ocho a diez imprentas y en 1867 ya estaban en funcionamiento once imprentas.
Campaña contra la Chicha por
parte de la Empresa Bavaria
Como la ciudad no poseía parques ni jardines públicos, las casas tuvieron que suplir esta ausencia. Las residencias de la élite intentaron crear espacios sociales amplios en los que podían reunirse y recibir visitas, así como sembrar cultivos caseros de diversos alimentos. La sala y el comedor intentaban ser largos y cada casa contaba con un patio interior en el cual jugaban los niños y se tenía algún contacto con la naturaleza; éste suplía el lugar del parque que carecía la ciudad. Las casas, por lo general, tenían una sola puerta que daba a la calle y entre ésa puerta y la interna había un zaguán en el cual los hombres muchas veces realizaban sus negocios o recibían sus visitas; y las mujeres, usaban el zaguán para atender proveedores de víveres o leña, desde allí también podían recibir a las aguadoras, lavanderas o aplanchadoras de ropas.  Las casas de las familias pudientes poseían un oratorio, que con el costurero era un lugar muy visitado por las mujeres, porque para ellas las prácticas religiosas eran parte de su vida diaria.
Plaza Mayor de Bogotá. 1858
Ahora bien, en Bogotá poco a poco se fueron conformando parques, y su centro era adornado por estatuas o símbolos patrios. Las plazas y plazuelas de la ciudad fueron los principales lugares de encuentro entre los bogotanos; el espacio libre permitía el encuentro de todas las clases sociales de la ciudad. No obstante, hay que aclarar que el espacio de la plaza era un lugar de encuentro para los hombres. Los espacios sociales eran muy diferentes en el siglo XIX para ambos sexos. Así, las mujeres (de élite) permanecían en sus hogares o se reunían en casas con sus amigas o familiares, y sólo salían si eran acompañadas por algún hombre. Soledad Acosta Kemble expresa ese hecho en su diario, pues, al hablar de sus reuniones con las demás personas, lo expone desde el espacio interior. Casi siempre salía acompañada de su madre a visitar a sus amigas o recibía visitas en su casa, o iba al teatro, siempre acompañada de un grupo de personas.

1.3.Vida Cotidiana


Mujeres siglo XIX
Todo individuo al nacer participa de un mundo ya constituido, y empieza a hacer parte de condiciones sociales, sistemas e instituciones concretas. Su labor principal es saber adaptarse y apropiarse de su ámbito, estrato y época. Por tal razón, la reproducción de un individuo particular equivale a aquella de un individuo histórico, de un particular en un mundo determinado. La apropiación de su mundo no concluye cuando el individuo llega a ser adulto; cuanto más compleja y dinámica es la sociedad, dicha tarea está menos concluida, y por tanto, está obligado a poner a prueba su capacidad vital. Cada sociedad posee su vida cotidiana y todo individuo, sea cual sea su trabajo, disfruta de una estructura cotidiana; no obstante, el contenido de ésta no es exacta en toda sociedad ni en toda persona, ni en toda época.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Tranquila y apacible era la vida entre las(os) bogotanas(os) de élite. Esta elite no era un grupo homogéneo. Por lo general, aquellas personas que hacían parte de dicho grupo no eran los herederos de grandes fortunas ni poseían títulos nobiliarios. Los descendientes de la aristocracia de la república, aunque conformaron un grupo de poder, vieron en el matrimonio las conveniencias para mantenerse dentro del grupo de elite. Así, mediante la unión matrimonial con mujeres eventualmente pertenecientes a una clase inferior,  pero ricas, o la participación en la burocracia del estado o en los negocios, se constituyó un nuevo grupo que gobernó los intereses de la nación. A dicha clase pertenecían los altos funcionarios de la política, así como aquellos que vivían de las llamadas profesiones liberales, como médicos, profesores, etc. Eran, así mismo, aquellos que provenían de una tradición familiar de clase alta y que lucharon por mantener dicha posición a través del poder político o grandes negocios. Estas personas poseían un nivel educativo alto en relación a los demás sectores, así como unos delicados gustos literarios, normas prescritas de conducta, y relaciones sociales con su misma clase. Al finalizar el siglo XIX, dicha aristocracia provino también de otras regiones donde los productos y la minería habían generado riquezas, y se conformaron los grupos de banqueros, empresarios, negociantes y profesionales.
Algunos de estos hombres y mujeres de elite asistían a misa todos los días; otros, por ser librepensadores no lo hacían. Los hombres desayunaban en casa y salían a desenvolverse en sus negocios y actividades ubicados frecuentemente en la Calle Real. Entre las 12 y la 1pm regresaban a sus casas a almorzar; una vez hecho este acto, descansaban y dormían la siesta que duraba entre una y tres horas. Más tarde volvían a sus labores y durante el ocaso se paseaban por el atrio de la catedral y por la Alameda. De nuevo en casa se tomaba “el refresco” que consistía en “una taza de chocolate con un pedazo de pan o de ponqué, dulce y agua fría servida en una copa de plata[9] y más tarde cenaban. Las mujeres de élite, por su parte, madrugaban para ir a los templos, iban en grupos y era el momento en el que respiraban un aire distinto al de sus casas, característica que  Cordovez Moure describe así: “Esto viene a ser como la válvula de seguridad para que no se les pudran en el cuerpo los millones de pensamientos que aglomeran durante el tiempo que permanecen aparentemente silenciosas, y no hagan explosión como caldera que encierra más vapor del que puede contener[10].
Comedor. Siglo XIX
La anterior frase permite entrar al tema específico de la cotidianidad de las mujeres. Es importante mencionar que la sociedad descrita se basa en un sistema patriarcal que definía los roles de las mujeres y los hombres. En efecto, la estructura de dicha sociedad y de su vida cotidiana fue incorporando la concepción patriarcal de la diferencia sexual. Así, las mujeres se concentraban en una esfera privada que era y no era parte de la sociedad civil. El mundo privado era un fundamento natural y necesario para la esfera civil, pero era mantenido aislado de la esfera pública. En este sentido, y como se ha reiterado, existía una clara diferencia entre el mundo público y privado que era relacionado con lo masculino y lo femenino, respectivamente.
La sociedad había determinado ciertos roles y responsabilidades para ellas: el hogar y los hijos. Así, mientras los hombres salían, las mujeres de elite permanecían en casa cumpliendo sus distintas labores como amas de casa o simplemente recibiendo visitas; ellas dedicaban sus mañanas a asistir a las misas, a la direccion del servicio doméstico, al arreglo de la casa y la preparación del almuerzo. Sus tardes las dedicaban al bordado, la costura y al cuidado de los niños. No podían salir solas de casa, al respecto Soledad Acosta Kemble dice en su diario: “Estuvimos hablando con Elisa sobre lo que habíamos convenido el otro día, que ella y yo buscaríamos novio para que nos acompañaran en un viaje que habíamos proyectado el otro día (en burla por supuesto) porque sin hombres no podíamos ir.”[11] Privada de la posibilidad de salir, ella pasaba algunas horas de la tarde sentada en la ventana o en el balcón, cultivaba de este modo el lenguaje visual con aquellos que transitaban por su lado. 

La vida en pareja era un deseo que compartían hombres y mujeres. Pero los noviazgos eran muchas veces cortos y en cierta medida, distantes, pues, ante la imposibilidad de la presencia de las mujeres de élite en el espacio exterior, ellas entablaban sus relaciones a través de cartas que enviaban con sirvientas o por correo si su novio estaba en la distancia, iniciando así un lenguaje de amor plasmado en papel. Así lo narra Soledad en su propio diario:

“9 de febrero de 1854
(...)¡Si conociéndolo tan poco lo amo tanto, cómo será cuándo lo haya visto a mis pies seis meses! ¡Escribió pidiendo mi mano!.. Y qué agitación, qué locura se apoderó de mis sentidos.. ¡Me encerré en mi cuarto y en dos horas de meditación profunda no pude resolverme a decirle el no fatal! Me levanté decidida a conocerlo más, ¡y yo sé que verlo siempre es para amarlo más!(...)”[12]

La cordialidad expresada en cartas muchas veces pudo haberse visto rota en la vida marital, donde realmente se conocían mutuamente. La vida de matrimonio era muy importante para las mujeres del siglo XIX, porque allí podían establecer su rol como mujer, como madre, esposa y maestra de sus hijos. Sin embargo, muchas mujeres también lograron trascender los muros de sus hogares a través de la realización de obras de caridad. Así, muchas trabajaron en la promoción y colaboración para la fundación de hospitales, orfanatos y manicomios, actividades para las cuales debían contar con la autorización del padre o esposo.
La diferencia de actividades cotidianas no sólo estaba marcada por el género, sino también por la clase. Las mujeres pobres, a diferencia de las mujeres de élite, no permanecían en sus hogares, pues, tenían necesidades económicas que atender y por eso trabajaban como sirvientas en otras casas o como lavanderas, aguadoras, carboneras o prostitutas. Los hábitos de las mujeres pobres no eran tan estrictos como los de las mujeres de élite, a ellas sí se les veía caminar solas por las calles de la ciudad.
Baile. Siglo XIX
Dentro de esta cotidianidad, se mantuvieron distintos legados del período colonial, especialmente los ritmos pausados de tiempo. La vida era tranquila, no había prisa. El comercio no era una labor que tomaba mucho tiempo. Así pasaban los días y la rutina era similar excepto por aquellos días en los que estallaba una guerra civil y los hombres abandonaban la ciudad para ir a cumplir sus labores como ciudadanos, defensores de su patria y sus ideales políticos y religiosos. Esta rutina diaria descrita cambiaba durante los días domingos, pues era el momento en el que se salía de la ciudad, se paseaba por la Sabana o se hacían las visitas correspondientes. Así mismo, la rutina diaria se rompía al llegar las fiestas religiosas o privadas en las que las personas se enmarcaban en otro tipo de dinámica social ya que se presentaban diversiones y bailes, seguidos por licor y fuegos artificiales que no faltaban.
La cotidianidad era interrumpida por fiestas de índole religioso y privado. La institución religiosa prevaleció en el país desde la colonización española, permitiendo que las mentes y corazones de las personas se nutrieran de las doctrinas y valores católicos. Esta institución católica era la directora de conciencia de la gente, y marcaba el ritmo cotidiano de los habitantes; la religión obligó a los habitantes de la ciudad a cumplir con sus preceptos, para quienes lo importante era conseguir la salvación eterna y no tanto ser un ciudadano ejemplar.
En este sentido, la religión católica creó aquellos modelos entre lo que estaba bien y lo que estaba mal, según lo había establecido Dios. Tan fuerte era el poder que tenía la Iglesia en el país y en la ciudad, que el sonido de las campanas de ésta determinaba el ritmo cotidiano de los bogotanos. La capital se caracterizó así por ser una ciudad de iglesias, como la describe Holton: “Bogotá es sobre todo una ciudad de iglesias; con una población de 29.649 habitantes no tiene menos de 30 iglesias mientras que Paris con un millón de almas tiene solamente 50[13]. El fuerte dominio religioso, tanto en la urbe como en la vida cotidiana de los habitantes, hacía que el grupo de clérigos, religiosos y religiosas fuera muy importante dentro del contexto capitalino; ellos ejercian un control directo sobre los habitantes.
Catedral Mayor. Bogotá. Siglo XIX
No obstante, como se trató en los apartes anteriores, el período estudiado denota un inicio en el cambio de mentalidad de las personas que se vio reflejado en la escritura de leyes de tipo liberal. Estos cambios de mentalidad le permitieron a la mujer, de alguna manera, tener un espacio en la literatura y periodismo. Sin embargo, la Iglesia, aún más en este período, le pidió a la mujer que fuera la encargada de velar por los valores de la sociedad y, aunque, se instauraron las ideas liberales, el fervor religioso prevaleció en las costumbres y ritos. 


[1] Esta ley fue expedida en el gobierno de Mosquera (1845-1849), pero desde el 1º de enero de 1850 se decretó que en toda la república sería libre el cultivo del tabaco. MEJIA, Lazaro, Op. Cit. P, 50.
[2] SALCEDO, Dalín, (2002)“Familia, matrimonio y mujer: El discurso de la Iglesia católica en Barranquilla (1863-1930)”, En: Revista Historia Crítica, No 23, Enero-Junio, Bogotá: Universidad de los Andes, P, 39.
[3] Citado por: ACUÑA DE MORENO, Julia Isabel, (1989). Albores de la educación femenina en la Nueva Granada, colegio Departamental de la Merced, Bogotá, Editorial Mineducación, Pp, 6-7. La autora no especifica el lugar donde se encuentra la cita mencionada.
[4] El único grupo que fue excluido de la sociedad era el de los leprosos, ya que existía un temor infundado por la propagación y desconocimiento de esta enfermedad. Es por esta razón que las autoridades intentaron alejarlos de la urbe, pues el miedo hacia ellos era enorme. MEJÍA, Germán, Op. Cit. P, 278.
[5] Ibid.  P, 183.
[6] ALZATE, Carolina, Diario íntimo y otros escritos Op. Cit. P, 19.
[7] CARNEGIE-WILLIAMS, Rosa, Op. Cit. Pp, 53-54.
[8] CARNEGIE-WILLIAMS, Rosa, Op. Cit. P,  56.
[9] HOLTON, Isaac, Op. Cit. P, 148.
[10] CORDOVEZ MOURE, José María, (1997). Reminiscencias de Santafé y Bogotá, Bogotá. Gerardo Rivas Moreno Editor, 1997, P,  149.
[11] ALZATE, Carolina, (2004), Op. Cit, P, 58.
[12] Ibid, P, 133.
[13] HOLTON, Isaac, Op. Cit.  P, 194.


EL IDEAL FEMENINO

Escrito por: Angela María Guerra Súa

En el presente artículo se hace un análisis sobre las ideas que circulaban acerca de los valores femeninos y el llamado “ideal femenino” del siglo XIX. Este análisis permitirá entender qué se esperaba de las mujeres.

1.     “El ideal femenino” de la elite Neogranadina en la mitad del siglo XIX


Para el desarrollo de este apartado se usarán diversas fuentes que permitirán entender lo que la sociedad decimonónica esperaba de las mujeres. Las palabras de Soledad Acosta de Samper serán fundamentales para entender los discursos que circulaban en la capital sobre el ideal femenino expresado por las mujeres de élite. También serán de utilidad las palabras de un personaje político a nivel nacional: el presidente conservador Mariano Ospina Rodríguez. Finalmente, para tener una noción sobre lo que se les enseñaba a las mujeres de la época,  se ha tomado un cuaderno de dictado de una estudiante de 1895 llamada Susana Uribe[1] y un libro de devoción católica. A través de estos escritos podremos reconocer los ideales femeninos que la sociedad se esforzaba por mantener y cultivar. 
En el siglo XIX los roles que debían desempeñar las mujeres y los hombres estaban fuertemente diferenciados; la sociedad se encargaba de hacer respetar las actitudes que esperaba de cada uno de ellos:

Para el hombre el ruido y las espinas de la gloria; para la mujer las rosas y el sosiego del hogar; para él, el humo de la pólvora; para ella, el sahumerio de alhucema. Él destroza, ella conserva; él aja, ella limpia; él maldice, ella bendice; él reniega, ella ora”[2]

Estas diferencias muestran la manera como las mujeres y los hombres fueron construidos y posicionados socialmente durante el siglo XIX, lo cual recuerda la importancia que tiene el acercamiento al período de estudio a través de la categoría de “género”. Al respecto, Joan Scott reflexionó acerca de la importancia de incluir la categoría de ‘género’ para estudiar la manera como las representaciones de feminidad y masculinidad estructuran el poder institucional. Así, desde los ochentas, algunos(as) historiadores(as) norteamericanos(as) empezaron a utilizar en sus trabajos el término ‘género’, y otras teorías feministas, para referirse a las diferencias en la vida cotidiana de los hombres y de las mujeres.
Las relaciones de género están en todas partes, ellas atraviesan nuestras acciones cotidianas. Según M. Molineux, se trata de una categoría fundamental de la organización social, y es el medio en el que se estructuran las relaciones sociales y las desigualdades. Joann Scott plantea que la categoría de ‘género’ expone las relaciones sociales entre los sexos femenino y masculino,  a través de la cual se pretende entender las ‘construcciones culturales’ que ha desarrollado la sociedad sobre los roles para las mujeres y los hombres. Género es, entonces, una categoría social impuesta en un cuerpo sexuado.
Las relaciones de poder y género son inseparables; la política y el género están íntimamente relacionadas[3]. Las personas han comprendido, interpretado y justificado las relaciones de autoridad en la sociedad a partir de sus relaciones de autoridad en el hogar. Así las cosas, el Estado opera dentro de sociedades marcadas por divisiones de clase y raza y también dentro de las sociedades estructuradas por las relaciones de género.

1.1.Valores católicos


Pese a que se promulgaron ideas liberales en cuanto a la aprobación del matrimonio civil y el divorcio desde el año de 1853, muchos de los personajes que defendían en público estas reformas, llegaban a sus hogares a prohibirles severamente a sus hijas el contraer una unión que no fuera católica. Así, en el período liberal la Iglesia logró la catolización que no había logrado durante el virreinato.[4] El discurso que dominó en la segunda mitad del siglo XIX fue el de proteger y amparar la constitución de familias nucleares que, bajo la vigilancia de la institución católica, garantizaran la presencia de sanas costumbres.
Existía un carácter disciplinario y controlador en la vida de las mujeres de elite tanto por parte de la familia, como de la Iglesia católica. Esta institución tenía gran éxito a través de su autoridad en los colegios; poseía gran fuerza en las costumbres de la sociedad que mantenía prácticas religiosas constantes en la vida cotidiana, las cuales actuaban de manera persistente en la conciencia de las personas y mucho más en las alumnas en proceso de formación.   
El modelo católico implantado en la educación y en los imaginarios sociales produjo un ideal del ser femenino y cualquier violación a este modelo ocasionaba un desequilibrio social. Las mujeres eran fuertemente controladas y vigiladas por la institución católica para conservar los valores tradicionales de la nación. Los deberes religiosos que debían seguir las alumnas fueron establecidos en reglamentos y manuales; pero también en el interior de las mismas instituciones educativas se ejercía una fuerte vigilancia, disciplina y control para hacerlos cumplir. Existía en la educación de las mujeres una clara intención de mantener una implacable moral de carácter disciplinario, correctivo y punitivo. Se hacían fuertes referencias al pudor, la compostura, la modestia, la virtud y la sumisión; si esto no se obedecía, se aplicaban una serie de castigos que se establecían de manera gradual: regaño en la clase, reprensión en la comunidad, prohibición de salir a los descansos, de salir los días festivos o de paseo, aviso de las faltas a la Gobernación y expulsión del colegio. Todas estas eran medidas de “disciplinamiento” de las mujeres , y se hacía por medio de la educación católica. 
La sociedad decimonónica manejaba fuertes métodos de control social, los cuales se veían reflejados en el Estado, en las costumbres y moral, en la familia y en la misma intimidad. La Iglesia jugaba un papel muy importante dentro de la sociedad del siglo XIX puesto que era la que determinaba los valores y la moral, y ante cualquier violación la sociedad entera juzgaba, murmuraba o degradaba al miembro recalcitrante. Era en este marco, que la mujer tenía la responsabilidad social de inculcar los valores que la Iglesia determinaba.
Desde el plano literario, algunas obras costumbristas permiten acercarse al ‘deber ser’ de la elite femenina bogotana. Al respecto, José María Vergara y Vergara, quien formaba parte del sector social de la clase dirigente, es una de las fuentes más importantes para este tipo de análisis. Él representa el ideal de aquel sector conservador y moralista del siglo decimonónico que amaba al país, la religión, la familia y que ante los nuevos modelos de vida de la mitad del siglo sólo podía añorar las épocas pasadas en las que los valores eran mucho más vigilados.[5] De esta forma, el autor, en Consejos a una niña (carta escrita a Elvira Silva Gómez), le aconseja a la menor que cuando crezca haga “bueno y casto su pensamiento; debe llenarlo de piedad y de dulzura, ofrecerlo en tributo y sacrificio incesante a Dios”[6]. Para el autor, “la mujer tiene una misión propia de su delicadeza, de su sensibilidad y de su pudor. Su misión consiste en aceptar y seguir el bien y rechazar el mal”[7]. Estas palabras de José Maria Vergara y Vergara permiten identificar el tipo de relaciones sociales que se tejían en dicho momento. Aquí se empieza a revelar cómo la sociedad decimonónica creó unas construcciones culturales sobre los roles para las mujeres y los hombres.
La introducción de manuales de urbanidad y libros de devoción católica sólo ayudaron a fortalecer este tipo de pensamiento. Para el año 1882 se imprimió en Paris un libro en español sobre “Los deberes de la mujer católica: en que se expone la misión de la mujer en sus diversas condiciones de hija, esposa y madre”[8], que circuló a través de la colección de la Biblioteca de la Mujer. Escrito por una mujer llamada Livia Bianchetti, es una traducción al español, cuyas palabras permiten entender cuáles eran los discursos católicos que predominaban en la época, y sobre todo, sirven como fuente de lo que leían las mujeres de elite santafereña en la segunda mitad del siglo XIX.  Como se estableció, la educación (en este caso dada a través de manuales) ayudó a reforzar las representaciones simbólicas que se tenían sobre la mujer, en una sociedad, de carácter cristiano, en la que se evocaban los ideales sobre la mujer “pura”, piadosa, y buena.
Dentro de los valores católicos, y según el libro de Bianchetti, la mujer tenía el papel de “Ayudar á la Iglesia en su eterno trabajo de la salvación de las almas, mediante la propagación de la fe y de la moral católica”[9]. Era, entonces, responsabilidad de la mujer mantener los valores y costumbres de la época a nivel religioso. La fe era la principal virtud que debía resplandecer en cualquier mujer católica.  El deber ser de la mujer católica se infundía desde la niñez, desde el hogar hasta el final de sus días. Desde pequeñas ellas debían “conservar la familia en las ideas cristianas, hacer á la familia cristiana”[10], ellas estaban destinadas a “mantener en el santuario del hogar el fuego sagrado de la fe y de la virtud, ó encenderlo de nuevo, si hubiese sido apagado por el soplo maléfico del error y del vicio.”[11]
El libro de Bianchetti promulga que la mujer debía ser sumisa, obediente, respetuosa, dulce y piadosa. Al contraer matrimonio, la mujer adquiría mayores deberes que la hija católica; ella debía ganarse el afecto de su marido y estimularlo para que se mantuviera en el bien, en caso de encontrarse desviado. Para Bianchetti, la mujer debía ser muy dócil y someterse a los deseos y voluntades del esposo.[12] Al respecto, en una carta de consejos dirigida a su hija a la víspera de su matrimonio, el político conservador Mariano Ospina  Rodríguez escribe lo siguiente:
De hoy en adelante, la primera persona para usted, la más interesante, el objeto primero de todas sus atenciones, de todos sus cuidados, de todas sus inquietudes, es su marido. Padres, hermanos, parientes, amigos, todos descienden al segundo y tercero lugar, (...) Una de las primeras atenciones de usted será estudiar las inclinaciones, los hábitos y los gustos de su esposo, para no contrariarlos. No pretenda usted imponer su voluntad; ni siquiera el sacrificio de aquellos hábitos y gustos, por insignificantes que parezcan; por el contrario, haga usted de manera que él pueda seguirlos sin estorbo. Frecuentemente sucederá que hay entre los dos hábitos y gustos opuestos: no vacile usted un instante en sacrificar los suyos propios; anticípese siempre a hacerlo(...)”[13]

Lo anterior reafirma, una vez más, los ideales femeninos del siglo XIX. La mujer debía construirse sobre la base de la pureza y la nobleza. Se le inculcaba la necesidad de sacrificar sus propios deseos por los de los demás, en especial los de su esposo. ¿Qué sentían ellas ante esas imposiciones sociales? ¿Cómo recibían ellas estos discursos?

En el libro de Bianchetti hay un llamado sobre el control de las emociones, mente y cuerpo. En el mismo sentido Soledad Acosta de Samper, hace también dichos llamados: “...aprender á enfrenar los sentimientos demasiado exagerados, no dejarse llevar por la cólera, el mal humor, una alegría ruidosa, un dolor excesivo delante de la gente extraña, es preciso tener el pudor de sus emociones las cuales, no porque encubran serán menos sinceras.”[14] Por su parte, Mariano Ospina menciona que “…La mujer prudente, que sabe dominarse, tiene armas mucho más poderosas y seguras. Un hombre enojado puede irrespetar y ofender a una mujer airada que lo reconviene y denuesta; y queda desconcertado y rendido delante de la dulzura(..)”[15]
Estas palabras de Soledad Acosta y de Mariano Ospina permiten identificar cómo la sociedad decimonónica fue apropiándose de las representaciones simbólicas que se hacían de cada género al punto de convertirlo en una norma o un ideal. ¿Qué podía pasar con la mujer que no cumpliera estos preceptos? Posiblemente era juzgada o mal vista. Es importante mencionar que el honor en este tipo de sociedades juega un papel muy importante. Para cada género este valor tenía un significado diferente: en los hombres, según lo leído en el diario de Soledad Acosta, el honor se mantenía en relación con su patriotismo (por eso participaban activamente en las guerras civiles y en la construcción de leyes). En las mujeres, por el contrario, el honor se mantenía a través del cuidado de su imágen, al mantener una actitud moderada, cauta, reservada y recatada. La pérdida del honor era un temor recurrente entre las personas de aquella época, porque generaba el rechazo y repudio de su  sociedad[16]. Como se vio, los consejos dados a las mujeres giraban en torno al control de sus emociones, ellas debían verse siempre como personas dulces y calmadas.
El libro de Bianchetti hace alusión a la importancia que tienen los valores católicos en la felicidad de las mujeres y en su devenir.  Lo mismo opina Mariano Ospina quien le aconseja a su hija que:
La felicidad depende, en primer lugar de la práctica sincera y constante de estas virtudes modestas, pudiera decirse oscuras, que Cristo enseñó con su palabra y con su ejemplo: la humildad, la paciencia, la resignación, la abnegación; y en segundo lugar, de la bienandanza de nuestras relaciones domésticas, que dependen de esas mismas virtudes, y de la prudencia y de la discresión, que también son virtudes cristianas. Así, la práctica sincera del cristianismo no solamente conduce a la bienaventuranza eterna, sino que es el único camino que lleva a la felicidad temporal”[17]

Dentro de estos valores católicos se encuentran la humildad, la paciencia, la resignación, la abnegación, la bondad, la dulzura, etc. Dentro de las cinco cátedras que se le dictaban a las niñas en los colegios, estaban: “moral, religión y urbanidad”. Con el propósito de realizar una aproximación más detallada a este tipo de cátedras se recurrió a un “Cuaderno de Instrucciones’ de una estudiante de 1895 llamada Susana Uribe[18].
El cuaderno de dictados de Susana Uribe permite entender cuales eran las referencias al cuidado de la imagen femenina. La educación inculcó representaciones simbólicas de lo que debía ser la feminidad para dicha época. La dulzura era uno de los elementos básicos dentro de la construcción de la mujer. A su vez, al decir que se debe ser dulce “cuando nos vemos en la necesidad de contradecir (lo que nunca se debe hacer con los superiores)” muestra un tipo de disciplinamiento, una jerarquía y un control en la sociedad. 
Se entiende que la mujer ideal está relacionada con la pureza, la nobleza, delicadeza y devoción. Este modelo se quebranta en caso de abrigar la maldad en su vida. El libro de instrucciones presenta un largo listado de cualidades que debe tener la mujer ideal, entre ellas, la afabilidad, que es la suma de la bondad, de la dulzura y de la modestia, cuyas principales características son: La sonrisa en los labios y las palabras dulces y corteses hacia los inferiores. Es “hablar á todos con el mismo cariño tanto á los pobres como á los ricos, al instruido y al ignorante; de modo que todos no pueden menos de decir: ésta joven si que es querida”[19]. También llama la atención sobre el cuidado de la mucha amabilidad y de la mucha familiaridad, pues, “la mucha amabilidad puede conducir á la demasiada familiaridad. Ésta no es provechosa cuando se dirige de inferiores á superiores ó al contrario; porque si es de superiores á inferiores hace despojar al superior de su autoridad y dignidad, lo que sucede por falta de prudencia(...)”[20]. Estas palabras muestran los valores que se van inculcando en la sociedad. Se propone ser amable, cuidando los límites. Se hacen alusión al respeto hacia los demás y al cuidado de las jerarquías sociales.
Dentro de las instrucciones también se hace evocación al amor, a la verdad, al candor. También se hace referencia a la franqueza, la ingenuidad, la sinceridad, la mentira y sus consecuencias: 
“(...) La mentira es la noche del corazón y este mal no se comete sino en las tinieblas. Las personas que cometen la mentira son: las golosas, cuando toman alguna cosa á escondidas para satisfacer su gusto; las curiosas cuando descubren algún secreto y niegan después lo que han hecho y, por último, las perezosas que no quieren convenir en su defecto(...) La mentira produce en el alma una herida tan profunda que aunque se pueda curar, la cicatríz queda siempre. Esta doctrina está apoyada por las palabras de Jesucristo que dijo: las mentiras son hijas del diablo que es el padre de la mentira”[21].

Estos llamados permiten apreciar lo que la sociedad quería construir de las mujeres del siglo XIX. Ante todo, se evidencia que la mujer ideal para esa época era una mujer de buen corazón, honesta, pura, modesta, recatada, sincera, franca, amable, noble, y bondadosa. Dentro de estos ideales, también jugaba un papel muy importante la obediencia, que según el cuaderno de Susana Uribe es: 
Hacer con gusto, prontamente y con buenas maneras todo lo que se nos mandan nuestros superiores. Se entiende por superiores los que están encima de nosotras por su edad, superioridad, experiencia, méritos y por el puesto que ocupan. Nosotras miramos la obediencia como un yugo muy pesado, y la ejecutamos como esclavas, en vez de hacerla con virtud. Las personas que desde niñas se acostumbran á la obediencia, les es más fácil llevar la pesada carga que les aguarda más tarde. Tenemos la necesidad de la obediencia, primero, por nuestra debilidad que siempre necesitamos de un apoyo, de un consuelo, de un consejo, de una ayuda, porque somos tan débiles que nada podemos hacer por nosotras mismas. Segundo, por nuestra ignorancia que no siempre sabemos como nos hemos de conducir en tal ó cual ocación y es menester que nos sometamos al juicio de las personas más instruidas. Tercero, por nuestras malas inclinaciones; aun cuando nosotras nos hagamos ilusiones, nuestro corazón está lleno de vanidad; quisá nosotras suponemos que nuestras maestras y madres á quienes obedecemos son independientes, estamos muy equivocadas, porque ellas estan sumisas á una autoridad superior la cual está sometida á la voluntad de Dios (...)”[22]

Esta larga cita permite ver lo que algunas mujeres le inculcaban a las niñas decimonónicas. Las mujeres eran definidas en la época bajo la categoría de “el bello sexo”[23], haciendo alusión al ideal femenino de mujeres bellas, tanto física como espiritualmente. La cita sobre la obediencia muestra que para la época las mujeres eran vistas como seres débiles, pasivos e ignorantes. La fragilidad de las mujeres se mencionó a lo largo del siglo XIX. Por un lado se les veía como seres de gran corazón, capaces de amar y servir al otro, pero por otro lado, se les veía como seres inferiores, incapaces de tomar sus propias decisiones. Según lo escrito en el cuaderno de instrucciones, la obediencia debía verse como una virtud y no como un yugo impuesto por la sociedad. Así mismo, debía entenderse como una necesidad femenina debido a la debilidad asociada a las mujeres, por ser éstas quienes siempre necesitaban ayuda ante su incapacidad de hacer las cosas por ellas mismas.
Para la época objeto de estudio del presente artículo, las mujeres no eran consideradas ciudadanas, se les veía como niños indefensos que necesitaban del cuidado de su esposo o de su padre.  Cualquier actividad que quisieran realizar las mujeres de esta época tenía que ser apoyada por su esposo, hermanos o padre. La obediencia era una necesidad y un ideal. La feminidad decimonónica debía comportar esta cualidad, de lo contrario, se rompía con patrones ya establecidos y la familia o la misma mujer era juzgada ante la sociedad. Nuevamente, la defensa del honor jugaba un papel preponderante.
El texto también hace un llamado sobre el deber: “La obediencia cambia más tarde de nombre y se llama entonces el deber (...) cambia según la edad, la condición y el estado, pero siempre se muestra como un juez inflexible que si lo descuido se expone al arrepentimiento y si lo desprecio  es entregarse á los remordimientos”[24]. En sus apuntes, Susana también hace mención a la docilidad, al respecto señala que:
la obediencia supone docilidad. La docilidad supone un buen espíritu y una de esas naturalezas creadas para ser amadas. La niña dócil aumenta á cada paso su felicidad y somete siempre su voluntad á la de los superiores. Siempre se le ve calmada, confiante esperando hallar algún apoyo en las personas á quienes tiene confianza. Muchas veces se extremece intensamente y su naturaleza se revela al ver el trabajo que le cuesta obedecer, pero jamás manifiesta ningún sentimiento de revelión. Nunca dice no á sus maestras ó superiores, no es porque no le cueste, sino porque quiere complacer á todos. Cuando se sabe leer en las almas se dice de una niña dócil que es la imágen de Jesús; no hay cosa que más guste que una persona dócil.”[25]

En este aparte se hace una fuerte alusión al respeto hacía los superiores, lo cual va mostrando el tipo de sociedad que se forja en dicho momento, basado en jerarquías sociales.  Se plantea la docilidad como una cualidad de las mujeres que les permitirá ser amadas y felices. Dentro de este ideal, no hay lugar para la rebelión. Esto permite entender que la sociedad decimonónica aceptaba la sumisión en la mujer y quizá rechazaba o repudiaba el hecho de que un hombre fuera gobernado por su mujer. La desobediencia o rebelión serían entonces las actitudes opuestas de la mujer ideal.
En síntesis, estos apuntes encontrados en un cuaderno de 1895, permiten conocer las enseñanzas que les implantaban a las niñas, las cuales estaban basadas en valores morales para hacer de ellas buenas madres, esposas e hijas. Son estos llamados los que muestran el tipo de mujer que se deseaba tener en la República: Mujeres con fuertes valores morales y católicos que se encargaran de alimentar las costumbres del país. Era una educación fuertemente diferenciada de la de los hombres.
Por lo anterior, es a través de la categoría de género que se entienden las “construcciones culturales” que desarrolló la sociedad decimonónica sobre los roles para las mujeres y los hombres. Así, y en los términos antes vistos, se impuso una categoría social sobre el cuerpo sexuado de la mujer. En esta categoría, las “representaciones simbólicas” de la sociedad cristiana del siglo XIX planteaban imágenes de la mujer como “pura” o “corrupta”, las cuales se cimentaron  a través de los “conceptos normativos” expresados en las doctrinas de la religión, la educación, la moral y las costumbres, las cuales dieron como resultado la apropiación por parte de las mujeres decimonónicas de su determinado rol en la organización social.

1.2.El espacio y las ocupaciones de la mujer de elite decimonónica


Se ha referido en líneas anteriores que el hombre y la mujer tenían roles distintos en el Siglo XIX. No obstante, Soledad Acosta de Samper habla en otro plano lo siguiente:
Véamoslo. La diferencia que hay entre la vida de un hombre y la de una mujer es ésta: la primera es externa, la otra interna; la una es visible, la otra se oculta; la del hombre es activa, la de la mujer pasiva. El tiene que buscarla fuera; ella la encuentra en su casa. Sin embargo, los dos caminos son igualmente honorables y difíciles. Sea como fuere y como lo dispongan las costumbres, ambos deben seguir con dignidad y con el propósito de ser útiles, el camino que les ha trazado la Providencia[26]

El anterior pasaje demuestra, una vez más, que la mujer de aquel período era una mujer que se movía dentro de la esfera de lo privado: El hogar. Su responsabilidad era la familia, los hijos, la casa y los valores. Esta era la esfera a través de la cual las mujeres se movían y se realizaban.
La socióloga feminista María Teresa Tarrés, hace una crítica sobre los conceptos público/privado y propone la categoría de “campos de acción femeninos”: “espacios controlados por mujeres a nivel microsocial, donde ellas actúan con intereses, principios de organización e ideologías que, al parecer, tienen una lógica diferente a la que prevalece en el mundo institucional.[27] Bajo esta categoría propuesta por la socióloga, puede romperse con el cliché que se tiene sobre las mujeres del siglo XIX, y eliminar la rigidez que suponen los conceptos de lo público-político y lo privado-doméstico, al igual que con la concepción de mujeres víctimas, confinadas al mundo privado, y hombres dominadores protagonistas de lo público. Esta teoría permite la visualización de las mujeres decimonónicas como sujetos activos y el acercamiento a la participación de ellas en la organización social. 
La reclusión de las mujeres era la condición de la naturaleza femenina y le permitía desarrollar su temperamento ideal: el silencio, el recogimiento y la discreción. No obstante, pese a permanecer en un mundo privado, para ellas la intimidad era prohibida.[28] En este sentido, se crearon medidas de control sobre el cuerpo que negaban los sentidos y los sentimientos; el placer sexual, por ejemplo, era visto como peligroso y temerario; estaba relacionado con la lujuria.[29] Como se vio en el acápite anterior, la virtud más admirada de las mujeres era  su pensamiento casto que se reforzaba en la educación al punto de hacer de ellas seres ignorantes e incapaces de controlar sus propias vidas.
Durante la niñez, la familia era quien cuidaba de su hija como el bien más preciado; de su buen comportamiento dependía su buen nombre y al primer error la familia entera era deshonrada. Las mujeres recibían una fuerte educación desde pequeñas para convertirse en lo que la sociedad esperaba de ellas: Buenas madres, esposas y católicas.
Durante el siglo XIX, la etapa de la niñez se dividía en dos períodos: La primera y la segunda infancia. En la primera infancia no había distinción grande en el modelo de educación impartida para los niños y las niñas, ambos eran educados por sus madres; este primer momento iba desde el nacimiento hasta los siete años. La segunda infancia terminaba con los cambios físicos de la pubertad, a los doce o catorce años.[30] Durante la segunda infancia las diferencias comenzaban a mostrarse y se empezaban a construir y a reforzar los valores femeninos y masculinos separadamente. Así, la identidad femenina se convertía en una construcción social y cultural, variable e histórica. Durante la segunda infancia la educación de las niñas pasó a ser dirigida por conventos o colegios privados de carácter religiosos.  Allí se les enseñaba a asumir la vida tal como una mujer debía hacerlo: con conocimientos básicos para dirigir y mantener un hogar, desarrollando su naturaleza maternal.
Ahora bien, la niña debía permanecer siempre en el hogar, su madre y demás mujeres (monjas) eran desde el principio sus guías y educadoras. Este espacio era el único que le permitía desarrollar a la mujer su identidad, la mujer era valorada en este espacio, en su hogar. Cuando la mujer crecía, y se volvía señorita, la vigilancia se intensificaba, ellas se preparaban para el matrimonio. A la edad de los 16 años su cuerpo se alistaba para ser madre.
La señorita era aquella persona en la que convergían los valores de una mujer, allí residía la idea acerca de su inocencia infantil y su capacidad reproductora. A este tipo de mujer se le exigía un comportamiento ideal; cualquier actitud pecaminosa hacía que la mujer fuera rechazada o repudiada por su sociedad. Quedaría aislada y se convertiría en un ejemplo sobre lo que no se debía hacer si se desafiaba el control social del momento.

Cuando la mujer se casaba llegaba al momento culminante de toda su preparación como mujer. Ser esposa y madre significaba demostrar todo lo que desde niña le había sido enseñado. El matrimonio se convertía en el sacramento que garantizaba la reproducción de los valores.[31] El matrimonio era el lugar privilegiado en el que la mujer debía ser dulce, condescendiente, fiel y obediente a su marido. Ella era la responsable de mantener el hogar, su economía y su orden. Tenía un carácter dual: sumisión y reino. A través del matrimonio la mujer se sometía a su marido, pero dominaba y controlaba un espacio, su casa, su hogar.


[1] Susana Uribe era una joven estudiante antioqueña.
[2] José Maria Vergara y Vergara nació en Bogotá en el año de 1831 y murió en 1872. Fue escritor y crítico literario. Organizó y dirigió la Academia Colombiana de la Lengua. Es autor de poesías, cuadros costumbristas, novelas y de una extensa obra de crítica literaria. VERGARA Y VERGARA, José María, (1936), “Consejos a una niña”, En: Las tres tazas y otros cuadros, Bogotá: Editorial Minerva,  P, 125.
[3] Sobre la repartición de funciones sociales de acuerdo al género, Laclau y Mouffe tienen diferentes textos de cómo, históricamente, por lo menos desde el siglo XX, ha permanecido una predisposición de funciones y espacios sociales diferentes para la mujer y el hombre. Para la mujer, se naturalizan roles propios del espacio social de “lo privado”, como los del hogar, el trabajo doméstico, la educación de los hijos, y para el hombre, los propios  de “lo público”, como la política, las elecciones, el trabajo fuera del hogar, etc.
[4] ARISTIZABAL, Magnolia, (2005), “La Iglesia y la familia: espacios significativos de educación de las mujeres en el siglo XIX”, En: Convergencia, Revista de Ciencias Sociales,  vol 12, número 37. México: Universidad Autónoma del Estado de México. P. 192.
[5] LONDOÑO, Patricia, (1984), “La mujer santafereña en el siglo XIX”, En: Boletín Cultural y bibliográfico, vol 21, No 1, Bogotá: Banco de la República. P, 6.
[6] VERGARA Y VERGARA, José Maria, (1936), Op. Cit. P, 124.
[7] Ibid. P, 123.
[8] BIANCHETTI, Livia, (1882), Los deberes de la mujer católica : en que se expone la misión de la mujer en sus diversas condiciones de hija, esposa y madre, Paris : Garnier. 1a. ed. Castellana. Biblioteca de la mujer.
[9] Ibid. P, 46.
[10] Ibid. P, 144.
[11] Ibid. P, 144
[12] Ibid. Pp, 158-159.
[13] OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, (1884),  Carta a la señorita María Josefa Ospina en vísperas de su matrimonio, segunda edición, Bogotá: Imprenta de Silvestre y Compañía.
[14] ACOSTA DE SAMPER, Soledad, (1880), “Consejos a las señoritas”, En: La Mujer, Bogotá, No 37-48.
[15] OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, (1884),  Op. Cit.
[16] Sobre el concepto del honor y sus implicaciones se ahondará en el tercer capítulo.
[17] OSPINA RODRÍGUEZ, Mariano, (1884),  Op. Cit. El subrayado es mío.
[18] Aunque el año no pertenece al período de estudio, este documento permite entender el tipo de instrucciones que se daba a las niñas a fines del siglo XIX, la cual no era diferente a la de mediados del siglo XIX, pues aunque existieron reformas en la educación a mediados del siglo XIX, éstas reforzaron la vigilancia católica en los colegios de las niñas. Lo anterior perduró hasta principios del siglo XX.
[19] Ibid. P, 13
[20] Ibid. P, 14.
[21] Ibid. p, 19.
[22] Ibid. Pp, 20-22.
[23] Ver BERMUDEZ, Suzy, (1994), “Tijeras, aguja y dedal: elementos indispensables en la vida del bello sexo en el  hogar en el siglo XIX”, En: Historia Crítica, No 9, Bogotá: Universidad de los Andes. Pp, 21-27. BERMUDEZ, Suzy, (1993), El bello sexo: la mujer y la familia durante el olimpo radical, Bogotá: Uniandes, Ecoe Ediciones y LONDOÑO, Patricia, (1995), “El ideal femenino del siglo XIX en Colombia: entre flores, lágrimas y ángeles”, En: Las mujeres en la Historia de Colombia, Tomo III. Mujeres y Cultura. Bogotá: Editorial Norma. Pp, 302-329.
[24] URIBE, Susana, (1895), Op. Cit. p, 21-22.
[25] Ibid. p, 22-23.
[26] ACOSTA DE SAMPER, Soledad, (1878), La mujer: Revista quincenal exclusivamente redactada para señoras y señoritas, Nos 1-12, Sept-Marzo. Bogotá: Imprenta de Silvestre y Compañía. P, 16.
[27] TARRES, María Teresa, (1989), “Mas allá de lo público y lo privado. Reflexiones sobre la participación social y política de las mujeres de clase media en Ciudad Satélite”, En: DE OLIVIEIRA, Orlandina (coord), Trabajo, poder y sexualidad, programa interdisciplinario en Estudios de la Mujer, México: El Colegio de México, P, 215.
[28] HOYOS, lina María, (1999) Op. Cit.  P, 5.
[29] Ibid. P, 24.
[30] Ibid. P, 10.
[31] Ibid. P, 46.



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